Por Sofía Guadarrama Collado
Durante un cuarto de siglo, Andrés Manuel López Obrador hipnotizó a una gran parte de la población con el discurso de la austeridad. Entre arengas franciscanas y sermones de tianguis, su voz se volvió mantra y su doctrina, código postal de la pobreza dignificada.
No es una retórica reciente ni circunstancial, sino una narrativa que ha impregnado generaciones. No fue hace seis ni doce; fue hace veinticinco largos años cuando inició este suplicio. Trece millones de personas nacieron en México durante el gobierno de López Obrador en el Distrito Federal. Otros diez millones apenas sí estaban en la escuela primaria. Otros diez votaron por primera vez en las elecciones del 2006. Es decir que alrededor de treinta y tres millones de mexicanas y mexicanos crecieron bajo la influencia de AMLO: “No puede haber gobierno rico con pueblo pobre”. Se tragaron el cuento de “Por el bien de todos, primero los pobres.” Este ideario, sostenido como dogma, se convirtió en una estructura ideológica que, con matices mesiánicos, proponía una ética de carencia.
En este planeta no importa lo que se diga, sino quién lo diga. Y si nuestro líder supremo pregona, como si se tratara del último mandamiento, que la mendicidad es virtuosa, virtuosa será, pues no hay nada más sagrado que las erudiciones del apóstol de la pobreza.
La plebe, ataviada con lo indispensable, dejó de soñar con casas grandes, viajes a Disneylandia, perfumes y otros placeres burgueses. Porque, según el evangelio de nuestro líder supremo, el deseo es un constructo neoliberal, y la pobreza, ese estado que garantiza la paz espiritual. Ah, qué elegante es renunciar cuando se tiene poder, y qué fino el gesto de predicar la sencillez desde el balcón de un palacio.
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