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Por Sofía Guadarrama Collado

La política mexicana es un espectáculo sin intermedio. Todo se representa en función de la teatralidad y nada se explica sin acudir al principio del agravio. Con dicha escenografía institucional se inscribe la más reciente coreografía de declaraciones: Ovidio Guzmán López, hijo de Joaquín «El Chapo» Guzmán, cruzó la frontera judicial que separa el mito del reo del testigo protegido. 

La semana pasada, el 11 de julio de 2025, Ovidio se declaró culpable de cuatro cargos de narcotráfico internacional y delincuencia organizada ante una corte federal de Estados Unidos. Como parte de este acuerdo, ha sido incorporado al programa de testigos protegidos de las autoridades estadounidenses.

Lo que viene es que Ovidio Guzmán tendrá que abrir la boca. No por gusto, sino por necesidad. Por código penal. Por supervivencia. Y cuando lo haga, lo que salga de ahí no será sólo saliva sino veneno logístico, mapas de corrupción y cartografía del negocio del dolor.

«El Ratón» se convierte así en pieza clave de un ajedrez donde cada palabra suya podría decapitar reputaciones o abrir las puertas a extradiciones. Hablará del Cártel de Sinaloa, del flujo de armas que cruzan fronteras y del dinero lavado en cuentas con apellidos intocables. 

Y si alguien pensaba que esto sería sólo un paseo por la burocracia de la corte norteamericana, que se prepare: el siguiente capítulo podría llevar al banquillo de los acusados a un ex presidente mexicano y una decena de políticos de este país. Las menciones no indignan por lo que implican, sino por lo que desnudan: la fragilidad de las verdades oficiales y la dependencia emocional del país hacia las declaraciones ajenas y de nuestra clase política. En este juego nadie se salva por heroísmo, sino por conveniencia, por códigos rotos y alianzas desechables. Lo que está en juego ya no es sólo la libertad de Ovidio. Es el juicio del sistema que lo permitió. ¿O fue casualidad que este fin de semana Claudia Sheinbaum visitara Sinaloa? ¿A qué fue? 

La clase política mexicana, tan diestra en el arte de simular sorpresas, reaccionó como mandan los manuales del escándalo. La historia se repite, pero esta vez con nuevos actores y el mismo guión: negarlo todo.

Como dicta el libreto contemporáneo, Claudia Sheinbaum salió al ruedo a purificar a su partido y a santificar a su creador. Sin sorpresa y con devoción al guión establecido defendió con vehemencia a su mentor (y de paso, sin decirlo, a defenderse a sí misma ya que tienen 3 décadas trabajando codo a codo). En su conferencia propagandística cuestionó a Estados Unidos por no informar los términos del acuerdo con Guzmán López e impugnó que estuvieran negociando con alguien a quien calificaron como «terrorista». Si algo domina la política mexicana es el monólogo encendido y la incapacidad de aceptar el búmeran del descrédito. La presidenta debe estar enterada de que, tras su acuerdo de culpabilidad, Ovidio Guzmán evitó ser considerado «terrorista» bajo la legislación estadounidense. Pero esa sed, hambre y codicia por controlar la agenda, igual que a su predecesor, la está llevando a hablar de más.

De acuerdo con el Tratado de Extradición, firmado en 1978, el gobierno norteamericano, no está obligado a informarle al mexicano ya que los delitos (tráfico de drogas, lavado de dinero, delincuencia organizada y uso ilegal de armas de fuego) por los cuales pidieron juzgarlo en Estados Unidos no se han modificado.

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