Por Sofía Guadarrama Collado
España te reconoce, Beatriz, la madre patria te abraza… Ahora que has recibido tu nacionalidad española, amparada en la Ley de Memoria Democrática —esa ley que intenta reconciliar los fantasmas del exilio con los sueños del presente—, tu historia se entrelaza con la de Agustín Gutiérrez Arias, tu abuelo nacido en León, y Josep Caneti Comellas, tu bisabuelo barcelonés.
Tan bien te fue en esta maniobra que ahora Pío y Martín López Obrador, también están tramitando la nacionalidad española bajo la misma ley, apoyados en la ascendencia de su abuelo, José Obrador Revueltas, originario de Santander, España.
Y con ese apellido y esa ascendencia no se puede vivir bien sin una casita modesta. Y para ello, una casa en el residencial La Moraleja. Qué paradoja, Bety. Vaya moraleja. ¿Te acuerdas cuando tú y tu esposo exigieron al rey de España que pidiera perdón a México por el daño que el malévolo Hernando Cortés le causó a México? Pero eso no le corresponde al rey Felipe VI. En todo caso a Carlos V.
Imaginome yo la carta que habría de escribir a una civilización herida —no desde su trono, sino desde la grieta ontológica que separa el poder del remordimiento— Su Majestad, el Emperador Carlos V de Alemania y Primero de España, aquella región que los mejicanos hoy creen que no existía en 1519 por no llamarse país, aunque la Hispania, esa madre vieja y orgullosa, existiera mil años antes de la horrorosa invasión que hubo de cometer nuestro inicuo personaje al que hoy todos los mejicanos hemos de odiar por mandato presidencial:
Oh, mejicanas y mejicanos, yo, Carlos V, emperador de imperios y penitente de mi sombra, os hablo desde el claustro de la conciencia y la vergüenza que no déjame dormir ni en la eternidad, donde la corona tornase cilicio y el cetro, báculo de culpa. Aquel Hernando Cortés —hombre armado más de ambición que de virtud— partió con cuatrocientos hombres que no sabían si eran soldados o sombras, y con palabras dulces como veneno, embaucó a los reyes vecinos de Temistitan, y encerró al rey Mutezuma como quien confina la aurora en un relicario de sombra.
Y aunque la conquista llevóos sangre y dolor, también llevóos fe, lengua y orden. Méjico nació del encuentro violento entre dos soledades. No obstante, reconozco que hubo excesos, que la herida es el origen y por ello ofrezcoos disculpas, no como monarca, sino cual eco de la razón que, aunque tardía, busca redención. Porque la historia, aunque escrita con la tinta del poder, no puede borrar la sangre con metáforas de gloria.
Leed esta carta como sentencia, como epitafio del orgullo, como espejo donde el imperio vese desnudo, cual quien escucha el canto de un ruiseñor enjaulado, como quien entiende que no hay mayor honra que reconocer la falta, ni mayor nobleza que pedir perdón.
Disculpa la digresión, Beatriz. Ya sabes que mi cabeza es como un mono con anfetaminas: salta de rama en rama y a veces se estrella contra el suelo. Pero volvamos a lo importante, a lo verdaderamente obsceno: ¿Buscas un lugar donde la vida no se viva, sino se celebre?
Madrid no es sólo una ciudad: es un manifiesto de estilo, una sinfonía de placeres que se despliega entre palacios, tabernas y luces que no se apagan. Aquí, la elegancia no se presume, se respira. La cultura no se exhibe, se encarna. Y la gastronomía no se sirve, se cuela por las rendijas del alma.
Madrid es el edén de los paladares exigentes, donde cada bocado es una declaración de intenciones. Cada restaurante es un altar, cada plato una provocación, cada cuenta una bofetada con guante blanco. En DiverXO, con tres estrellas Michelin, el genio irreverente de Dabiz Muñoz —ese alquimista punk de los fogones— convierte la cena en un espectáculo sensorial: sabores que no piden permiso, texturas que se burlan de la lógica, y un ambiente que parece diseñado por Dalí en pleno ataque de lucidez. ¿El precio? Desde 450 € por persona, sin contar las bebidas, porque el exceso también tiene sus reglas. Y si el alma pide Japón —para los que ya no quieran viajar hasta Tokio donde ya no se puede comprar a gusto en las tiendas de Prada—, Kabuki ofrece una fusión que seduce sin necesidad de pasaporte (200 € por persona). Pero Madrid también sabe jugar con sus raíces, como quien se disfraza de sí mismo para seducir al espejo: cocido madrileño con alma de haute cuisine, callos con foie que hacen llorar a los puristas, y tapas que se reinventan en espacios como Estado Puro o StreetXO, donde la informalidad se vuelve arte y el desparpajo, religión.
Ah, Beatriz, musa de los escenarios y amante de la alta cultura, Madrid te espera, no con los brazos abiertos, sino con guantes de seda y copa de cava en mano. El Teatro Real, joya lírica de Europa, templo donde la tragedia se canta en italiano y se aplaude en francés, te ofrece noches de ópera donde el drama se vive en clave de cava y terciopelo (300 € por palco VIP, cena incluida y lo más valioso, el privilegio de mirar desde arriba y que te miren desde abajo). En Madrid, hasta el drama tiene protocolo. Y si prefieres algo más terrenal —pero no menos exquisito— el Teatro Español te recibe con su historia que respira entre columnas que han visto más traiciones que el Congreso, por apenas 90 €, para que la prensa murmure, pero no te alcance. Porque en Madrid, incluso el escándalo tiene buen gusto.
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