Por Sofía Guadarrama Collado
Hoy conmemóranse 504 años de la caída de Meshíco Tenochtítlan, pronúnciolo así, aludiendo a la forma en la que era pronunciada por los nahuas en 1521.
El 13 de agosto de 1521 cayó Meshíco Tenochtítlan. La historia oficial ha ninguneado a Moctezuma Xocoyotzin, satanizado a Hernando Cortés y enaltecido a Cuauhtémoc.
Cuauhtémoc, el último tlatoani meshíca, ha sido elevado por la historia oficial a la categoría de mártir, de símbolo de resistencia, de héroe sin fisuras. Mas si despójasele de la retórica patriótica y obsérvasele con la mirada de la historia —no del devoto—, lo que emerge es una figura trágica, sí, pero también contradictoria, inexperta, y en ocasiones, cruel.
Al ser electo tlatoani, Cuauhtémoc permaneció en Meshíco Tenochtítlan. No por estrategia, sino por inexperiencia. En la cultura nahua, el gobernante debía encabezar las campañas militares, pero Cuauhtémoc libraba otra guerra: la interna, la de los nobles divididos entre la rendición sensata y la resistencia suicida. La matanza del Templo Mayor, la viruela, el hambre, el sitio prolongado... ¿no eran razones suficientes para negociar la paz? Para él, no. Prefirió silenciar a los disidentes con sangre: mandó ejecutar a sus opositores, incluido el cihuacóatl Tzoacpopocatzin, nieto de Tlacaélel. Así comenzó su reinado: con una purga.
La historia oficial preséntalo como un estratega, como un guerrero valeroso. Pero ninguna fuente ubícalo en el campo de batalla. Hugh Thomas descríbelo como un gobernante remoto, ausente. Mientras Cortés construía bergantines y bombardeaba la ciudad, Cuauhtémoc aferrábase a una resistencia que ya no era heroica, sino absurda. Los canales llenábanse de cadáveres, la gente bebía agua insalubre, y él, desde su refugio en Tlatelolco, negábase a rendirse. Abandonó a su pueblo cuando más necesitábalo.
El 13 de agosto de 1521, huyó en una canoa con su familia. Al ser capturado, pidió a Cortés que lo matara. No por dignidad, sino por desesperación.
Thomas Carlyle escribió: «Puede ser un héroe lo mismo el que triunfa que el que sucumbe, pero jamás el que abandona el combate». Moctezuma y Cuitláhuac, a diferencia de Cuauhtémoc, jamás abandonaron a su gente. Moctezuma, incluso preso, luchó hasta dejarse morir.
Tras su captura, Cuauhtémoc fue llevado a Coyoacán. No por cortesía, sino porque Meshíco Tenochtítlan apestaba a muerte. La ciudad era un cementerio. Mientras los aliados saqueaban, los hombres de Cortés torturaban al joven tlatoani para que revelara el paradero del tesoro de Moctezuma, lo cual ignoraba. Le vertieron aceite hirviendo en los pies. No fuego, como dice la leyenda. Tetlepanquetzaltzin, señor de Tlacopan, le rogó que confesara. Cuauhtémoc respondió con sarcasmo: “¿Estoy yo en algún deleite o un temazcalli?” Frase que la tradición convirtió en “¿Acaso estoy yo en un lecho de rosas?”. La relación entre ambos era fría. No conocíanse.
Cuauhtémoc quedó lisiado. Gobernó desde la esclavitud. Podía salir, hablar, pero siempre vigilado. La ciudad despoblóse. Los que quedaron entregáronse como esclavos. Las mujeres, además, fueron víctimas de abusos sexuales. Así comenzó el mestizaje, entonces llamados «los hijos de la chingada», hijos de la mujer violentada, fruto de esa agresión.
En 1524, Cortés emprendió una expedición a las Hibueras. Llevó consigo a Cuauhtémoc y a otros nobles cautivos. Viajó como emperador decadente: con cocineros, bufones y mujeres. Al llegar a una provincia llamada Acalán, cerca del río Usumacinta, Cuauhtémoc inició una rebelión. Varios de sus compañeros, cansados de la forma de ser del joven tlatoani, denunciáronlo ante Cortés, quien inmediatamente juzgólo y condenólo a muerte junto a Tetlepanquetzaltzin. Sus últimas palabras fueron: «¡Oh, Malinche: días había que yo tenía entendido que esta muerte me habías de dar...!»
Y sus restos quedaron ahí para la eternidad…
El 3 de marzo de 1947, en pleno centenario de la invasión estadounidense, el presidente Harry S. Truman pisó suelo mexicano. Hízolo con la sonrisa diplomática de quien sabe que la historia escríbese con gestos, no con disculpas. México, aún dolido por el despojo territorial, recibió al mandatario extranjero. Poco después, Miguel Alemán retribuyó la visita: cruzó la frontera y presentóse en Washington como el rostro moderno de un país que aspiraba a la reconciliación.
Pero no todos aplaudieron. La sociedad mexicana, aún aferrada a sus heridas históricas, percibió en estos actos un entreguismo vergonzoso. El nacionalismo, ese músculo siempre dispuesto a inflamarse, comenzó a tensarse.
El gobierno, astuto en el arte de la manipulación simbólica, entendió que debía ofrecer una compensación emocional. Y así, como por arte de magia, apareció el mito.
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