Por Sofía Guadarrama Collado
En México, la justicia no cambió: se repite con máscaras nuevas. El viernes pasado, Israel Vallarta Cisneros regresó a la marquesina nacional, no por una nueva acusación, sino por su liberación, a pesar de los testimonios de siete víctimas. Durante casi 20 años, su nombre fue referencia de secuestros, tortura, montaje televisivo y burocracia judicial. En un giro digno de telenovela de horario estelar, el sistema judicial mexicano, ese monstruo de mil tentáculos y cero escrúpulos, decidió que ya era hora de soltarlo. Su liberación, anunciada con bombo mediático el viernes pasado, no es el cierre de una herida, es la confirmación de que el sistema judicial mexicano no sana, sino que supura lo más asqueroso del régimen. Hoy, no se le absuelve por falta de pruebas válidas, sino por pruebas contaminadas por el virus endémico de la tortura institucional. Su absolución no redime, exhibe. Y así, lo que debió ser un acto de justicia se convierte en una escena más del melodrama nacional: el de la justicia como espectáculo, la impunidad como estrategia y el dolor de las víctimas como utilería.
La jueza Mariana Vieyra Valdés —misma que fue promovida en los acordeones de MORENA para la Elección Judicial y que sentenció a 89 años de prisión a la hermana de Xóchitl Gálvez, Jaqueline Gálvez Ruiz— en un acto que se pretende jurídico pero que huele a cálculo político, lo libera por flagrantes violaciones al debido proceso. Repito: violaciones al debido proceso. ¿Por qué a Jaqueline Gálvez Ruiz no se le liberó bajo el mismo criterio? El mismo argumento que en su momento exoneró a Florence Cassez. El mismo argumento por el que debería ser liberada Dulce Belén Sánchez Castañeda, una ex-policía federal que fue detenida en 2012 y sentenciada a 70 años de prisión por un delito que, según las evidencias, no cometió.
Cierto: Genaro García Luna fabricó un montaje televisivo, en el cual se llevó entre las patas a Carlos Loret de Mola, aunque hubo otros medios de comunicación que ese día asistieron al rancho «Las Chinitas». Así, Vallarta no es declarado inocente: es absuelto por un sistema que se tropieza con sus propias trampas y se derrumba con la Reforma Judicial; un sistema que convierte la presunción de inocencia en una espera eterna y la prisión preventiva en un castigo sin juicio.
No se trata de negar lo evidente: Vallarta fue víctima de un aparato judicial que lo mantuvo casi 20 años en prisión sin sentencia. Sentencia que él mismo se negó a recibir, bajo un rosario de amparos para que no lo declararan culpable y lo condenaran a 80 o 90 años de prisión. Fue víctima del sistema como lo son miles que vegetan en prisión preventiva, condenados sin juicio, torturados sin culpa, olvidados sin nombre. Fue torturado, como lo han sido miles en México bajo la figura de prisión preventiva oficiosa, ese limbo legal que convierte la presunción de inocencia en una ficción burocrática. Pero la pregunta que arde es otra: ¿qué se hizo con las pruebas que sí existían?, ¿por qué fueron ignorados los testimonios de las víctimas?, ¿quién decidió que el dolor de las víctimas era menos importante que los errores del Estado?
Mientras él goza con su carrusel de entrevistas y se prepara para dar conferencias, hay quienes siguen recogiendo los pedazos de una vida hecha trizas por la banda que él, según las víctimas, integraba. Porque las víctimas existen. Tienen nombre, rostro, memoria:
• Valeria Cheja.
• Shlomo Segal
• Cristina Ríos y su hijo Cristian Hilario
• Ezequiel Yahir Elizalde
• Ignacio Abel Figueroa Torres.
• Elías Nousari.
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