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Por Sofía Guadarrama Collado

La historia mexicana, tan dada a repetir sus errores con fervor casi religioso, parece empeñada en ignorar las advertencias que desde hace décadas se han lanzado como bengalas en la noche. ¿Cuántos más para que el pueblo sabio —ese unicornio electoral— se dé cuenta de que la sabiduría no se reparte en las urnas como estampitas de la Virgen? ¿Cuántos años más habrán de pasar para que México se reconozca en el espejo de Venezuela? «Carajo, sí somos nosotros».

Desde hace 20 años, los aguafiestas de siempre —esos expertos que no saben callarse cuando el circo está en el acto más divertido— advirtieron que, si Andrés Manuel López Obrador llegaba a la presidencia, el país corría el riesgo de convertirse en una sucursal de Cuba. ¡Miren a Venezuela! Se escuchaba. Pero el pueblo, ese idealista que se enamora de quien más le promete, se dejó seducir por aquel tabasqueño y le entregó sus sueños, las llaves de su casa, la mula y sus ahorritos.

Y así llegó Andrés Manuel, el Comandante del Trópico, con su historia de redentor y su pasado de operador político en el PRI, ese partido que enseñaba a robar con estilo y a traicionar con poesía. Recién egresado de la UNAM se sumó a la campaña del poeta Carlos Pellicer. No por afinidad estética, sino por cálculo político. Pellicer, agradecido o ingenuo, lo premió con un cargo burocrático (primero como director de Estudios Sectoriales, luego como delegado del Instituto Nacional Indigenista) que AMLO convirtió en su primer laboratorio de manipulación. Desde ahí, tejió su primera red priísta en Tabasco, una telaraña que olía a revolución pero sabía a comunismo cubano.

Luego vino el ascenso: presidente del PRI estatal, compositor del himno local y arquitecto de una estructura clandestina que hizo temblar a los dinosaurios en la capital: reinventó comités, multiplicó asambleas, creó un ejército de militantes que respondían sólo a él. Lo llamaban «el Comandante». Manuel Bartlett, el eterno sobreviviente, lo olió desde lejos y pidió su cabeza antes de que cumpliera un año en el cargo. Por aquellos años el PRI no toleraba herejes y mucho menos a los profetas.

Décadas después, los archivos del espionaje oficial revelaron que el «Comandante» financiaba al Partido Comunista y colaboraba con el Partido Socialista de los Trabajadores. López Obrador, fiel a su estilo, negó todo. “No todo lo que sale en los expedientes es cierto”, dijo. Y en esa frase cabe toda su filosofía: «la verdad es lo que yo digo».

Manuel Bartlett, entonces Secretario de Gobernación y hoy aliado incondicional, fue quien lo expulsó del paraíso priísta. Ironías del poder: el verdugo de ayer se convirtió en el escudero de hoy. Y el rencor, como el tequila, se sirve mejor cuando está frío.

Tras su exilio del PRI, AMLO se refugió en el Distrito Federal, donde sobrevivió gracias a Clara Jusidman quien lo acogió en el Instituto Nacional del Consumidor. Pero ni siquiera ella pudo salvarlo del desprecio de Carlos Salinas, quien lo humilló públicamente en un acto de campaña. Desde entonces, el odio de López Obrador hacia Salinas se volvió personal, visceral, casi literario. Una novela de traición y venganza que aún no termina.

Fue entonces cuando Cuba lo abrazó. No con ternura, sino con estrategia. AMLO comenzó a construir su partido, disfrazado de corriente, dentro del PRD: el embrión de MORENA. Se disfrazó de demócrata, de luchador social, de político de izquierda. Y millones le creyeron. Incluso cantantes, actores, empresarios, periodistas e intelectuales que hoy fingen demencia.

Claudia Sheinbaum, entonces veinteañera, era apenas una ficha del tablero cubano, ese semillero que produjo a Luiz Inácio Lula da Silva, Evo Morales, Nicolás Maduro, Daniel Ortega. Todos ellos formados en la escuela Ñico López del Partido Comunista Cubano, donde se enseña que la democracia es un estorbo y el poder, una religión. A López Obrador lo pastorearon durante más de tres décadas. Por eso, cuando llegó al poder, no lo hizo solo: llegó con una deuda. Y La Habana, como se sabe, no perdona ni olvida.

Sheinbaum, la elegida —no por brillante, sino por obediente, disciplinada y funcional— no es lideresa ni pretende serlo. El perfil perfecto para una dupla que no busca gobernar, sino perpetuarse. Quienes creen que se emancipará de su mentor no entienden que en este juego no hay independencia, sólo sumisión al sistema.

MORENA no tiene ideología. Tiene un objetivo: establecer una dictadura. Y lo está logrando. Ya no simulan. Ya no negocian. Han capturado al ejército, reformado la educación para adoctrinar, empobrecido a la sociedad para controlarla con dádivas, desmantelado instituciones y organismos autónomos, destruido símbolos nacionales, instaurado el pensamiento único, cooptado el poder legislativo, desfigurado el Poder Judicial y ahora van por el INE. El último bastión.

López Obrador, lejos de retirarse, sigue activo, como si apenas empezara. La reforma electoral no sólo lleva su tufo: es su radiografía. Su legado no será una transformación, sino una demolición. Y cuando México finalmente se mire en el espejo de Venezuela, será demasiado tarde para lamentarse. Porque el espejo no devuelve lo que fuimos.

Claudia Sheinbaum no llegó al poder para administrar la herencia, sino para redactar el testamento. Ya cumplió con la Reforma Judicial; ahora va por la Reforma Electoral. Hay que demoler la escalera que los llevó a la cima para que nunca más nadie intente llegar ahí. La cúspide del poder es suya. No era un tema nuevo, pero sí lo era el modo en que se presentaba: como una cirugía mayor al sistema democrático, ejecutada con bisturí ideológico y anestesia discursiva.

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