Document
Por Sofía Guadarrama Collado

En pocos días la Suprema Corte de Justicia de la Nación se vestirá de gala para su propio funeral en un grotesco carnaval, donde los ministros recién horneados, con incienso de utilería y música prehispánica, intentarán espantar los fantasmas que ellos mismos han convocado.

El INE, ese relicario de la democracia, será pronto otro recuerdo en el museo de lo que fuimos; la República, no será más que un reality show con guión de dictador; el pueblo, ese actor colectivo que alguna vez fue protagonista, ahora observa desde el palco de las becas y las pensiones, culpable por su silencio, por su nostalgia, por su fe en el simulacro mientras el expresidente -sentado en su trono invisible-,  juega a ser Dios.

Pero no nos engañemos: el Pueblo Bueno, ese coro que aplaude y bosteza, también escribió parte de este macabro libreto. En esta época que presume de ilustrada, los pendejos se disfrazan de sabios y se propagan con una eficacia que la censura jamás soñó. En la actualidad ya no es necesario quemar libros ni prohibirlos, se les condena al olvido con la indiferencia del eterno scroll, donde la mentira se disfraza de meme y la verdad agoniza por la falta de likes, mientras el miedo y la rabia se convierten en combustible para las noticias falsas, esos chismes con esteroides diseñados para seducir emociones primarias, que se esparcen con la velocidad de un virus digital, gritan fuerte y dan picones en el hígado.

El ciudadano, atrapado en la paradoja de la conectividad, se convierte en eco de lo que ignora, amplifica rumores, aplaude sin saber que el telón ya cayó sobre la razón y comparte sin saber, sin mirar, sin sentir, sin pensar, sin leer, sin preguntar, sin quejarse, sin pensar a futuro. ¡Carajo! ¡Eso es mucho! Porque lo que importa no es si es cierto, sino que sea escandaloso o parezca revelador. 

Nos encontramos en una contradicción histórica, un tiempo extraño, donde la verdad camina descalza y la mentira vuela en primera clase. Las noticias falsas, impulsadas por intereses que se ocultan tras máscaras ideológicas, cruzan como pájaros los cielos digitales dejando estelas de miedo y rabia.

Según un estudio del MIT, las noticias falsas se comparten hasta seis veces más rápido que las verdaderas. Un informe de Reuters Institute, dice que más del 65% de los usuarios consumen noticias a través de videos cortos, mientras que el 40% evita activamente fuentes de noticias formales.

En el laberinto digital de nuestra era, la mierdificacion (del inglés enshittification) de las plataformas digitales, concebidas bajo la lógica del rendimiento emocional, esas nuevas cortes del espectáculo han coronado a la emoción como reina absoluta, desterrando a la razón con un gesto de desprecio. En lugar de fomentar el pensamiento crítico, en la urgencia del impacto, las redes sociales y plataformas, nos devuelven nuestra realidad en fragmentos como espejos rotos, que nadie se atreve a sanar. Facebook, Equis, TikTok, YouTube, Instagram son como fiestas donde todos gritan y nadie escucha.

El periodismo contemporáneo, ese oficio de valientes, se encuentra sitiado por cuatro fuerzas corrosivas: los impostores, la hostilidad política, la proliferación de falsedades y la desconfianza ciudadana. En México, ejercer la pluma es jugar a la ruleta rusa: desde 1992, son 153 los periodistas que han pagado con sangre el precio de la verdad, según Artículo 19.

La democracia, ese pacto frágil entre la razón y la voluntad popular, se ve hoy amenazada por una nueva forma de oscuridad: la mentira, vestida de noticia, la cual camina por las avenidas digitales con paso firme y constituye una amenaza frontal al distorsionar la percepción ciudadana y fomentar la polarización. Durante las elecciones en Estados Unidos y México, por ejemplo, la desinformación se paseó con corona y cetro, dictando votos como si fueran versos mal rimados. La Organización de Estados Americanos (OEA) ha advertido que no se trata de un accidente, sino de una estrategia para erosionar la confianza en las instituciones democráticas, fomentando la apatía o el extremismo.

En sociedades donde la educación es escasa y el pensamiento se apaga, los políticos siembran promesas que no germinan, la manipulación política encuentra terreno fértil y la gente, sin saberlo, abraza promesas huecas, repite frases pegajosas y termina votando por quien grita más fuerte.

Un estudio de la Universidad de Princeton (2023) encontró que en contextos de baja alfabetización mediática, los votantes son más propensos a respaldar candidatos que utilizan tácticas de desinformación, como la creación de narrativas falsas sobre crisis económicas o migratorias. 

En este escenario, la desigualdad educativa se vuelve aún más peligrosa: los niños pobres, expuestos a pantallas, reciben estímulos fugaces; los educados con libros, aprenden a preguntar. Y ahí está el truco: quien no cuestiona, termina aplaudiendo al que lo manipula.

La era digital ha instaurado un nuevo oráculo: el algoritmo. En su templo, la validación se mide en gestos efímeros, y la identidad se construye sobre la arena movediza del aplauso virtual. Si no te comentan, no existes. Si no te aplauden, te hundes. Tal vulnerabilidad emocional es aprovechada por actores políticos que privilegian el impacto sobre el contenido, difundiendo frases que buscan aplausos, no reflexión. La cultura de lo inmediato no quiere que la ciudadanía piense, quiere que reaccione y los que dudan son expulsados del escenario.

SUSCRÍBETE PARA LEER LA COLUMNA COMPLETA...

Mujeres al frente del debate, abriendo caminos hacia un diálogo más inclusivo y equitativo. Aquí, la diversidad de pensamiento y la representación equitativa en los distintos sectores, no son meros ideales; son el corazón de nuestra comunidad.