Por Sofía Guadarrama Collado
Después de haber pasado por no pocas tribulaciones, atrévome a escribir a Vuestra Cesárea Majestad con el ánimo aún turbado por lo que en las últimas horas me ha sido dado experimentar. Y aunque pudiera parecer a los ojos del vulgo que he perdido el juicio, suplícoos no téngaseme por hombre desvariado ni por aquel que, vencido por los elementos, naufragó en la Mar Océano, pues en mi conciencia no hay culpa ni delirio. Antes bien, Señor, confiésoos que he naufragado no en las aguas, sino en el tiempo mismo, como quien es arrojado por fuerza invisible a parajes que no reconoce ni entiende.
Y si estas palabras pareciérenos extrañas o dignas de burla, ruégoos que no las juzguéis con ligereza, pues nunca he estado más cierto de mi razón ni más firme en mi entendimiento que ahora. Lo que he visto y sentido excede lo común, y sólo a Vuestra Majestad atrévome a confiarlo, por ser quien mejor puede discernir entre locura y revelación.
No sabría deciros con certeza por qué arte o encantamiento fui traído a este puerto que no es de mares, sino de tiempos, pues la memoria, que suele ser traidora en momentos de zozobra, sólo concédeme el recuerdo de aquella mañana en que, con ánimo resuelto, partí del puerto de la Vera Cruz con rumbo al de Sevilla, por las aguas del Guadalquivir. El cielo, entonces, mostrábase claro y las aguas serenas, como si la naturaleza misma bendijese nuestra empresa. Mas al caer la noche, sobrevino tormenta tan recia que cerrónos el paso y, con furia desmedida, hundió nuestro navío. Tal fue la violencia con que el mar acometiónos, que las velas desgarráronse como paños viejos y los mástiles quebráronse como si fueran de caña.
En medio de aquel estrago, aferréme con desesperación a uno de los mástiles rotos, y así permanecí hasta que el entendimiento abandonóme. Al recobrar el sentido, halléme en la ribera de un río que no conocía, rodeado de gentes que mirábanme como quien ve salir del agua a un pez vestido de soldado, y no hombre de carne y juicio. Y aunque mi estado debiera haberles movido a compasión, burlábanse de mis vestiduras, como si fueran cosa de carnaval, siendo que las suyas eran aún más dignas de escarnio: calzaban zapatos de colores tan vivos que sólo un bufón de corte osaría llevarlos, y sus calzas y sayos eran de hechura tan ridícula que ni los indios que recibiéronme en Temistitan vestían con tal desatino.
Así fue, Señor, que en esta llegada no al Nuevo Mundo, sino al Nuevo Tiempo —pues así habré de llamarlo— no fui recibido con honra ni reverencia, sino con mofa y desdén. Y lo más extraño de todo es que, sin haber pronunciado mi nombre, todos llamáronme Hernán Cortés, como si mi fama hubiese cruzado no sólo los mares, sino los siglos.
—Y ahora tú, pinche Hernán Cortés, ¿dónde se te perdieron tus carabelas?
—Las quemó…
—¡No mames que quemaste tus naves!
Apenas hubo el aire mudado su temple y recobrado del estupor que me causó tan extraña aparición en tierras que no reconozco, púseme de pie con presteza y desenvainé mi espada, que más por honra que por amenaza relució al sol como espejo de mi ánimo. Mas ¡oh desventura! Grande fue mi desconcierto al ver que ninguno de los presentes mostró temor ni asombro; antes bien, soltaron grandes carcajadas, como si mi gesto fuese el de un comediante en plaza pública. ¿Sería yo acaso el hazmerreír de aquella turba? No, Señor, que jamás me he prestado a tales oficios. Mas el tiempo, ese ladrón de memorias y burlador de destinos, habíame jugado mala partida, burlándose de mi persona y arrojándome sin aviso a un porvenir tan remoto que apenas puedo concebirlo.
Y así, con el alma aún trémula y el juicio entre sombras, esforzándose por comprender lo que los ojos ven, escríboos desde un siglo que no alcanzo a entender, para informaros —con dolor en el pecho y respeto en la pluma— que vuestra gloriosa descendencia ha de perder el dominio sobre Nueva España. Sé bien, Señor, que estas palabras podrían ser tenidas por sacrilegio, y que esta carta podría costarme la vida, pues no hay mayor afrenta que anunciar la caída de la Corona. Mas no escríbolas por desafío ni por soberbia, ni con ánimo de amenaza ni de rebelión, sino como testigo de un mundo que ha dado tantas vueltas, que apenas hallo vocablos para describirlo. No es mi intención turbar vuestra majestad, sino advertiros que el tiempo, como río desbordado, arrastra imperios, transforma costumbres y muda los nombres de los vencedores. Y aunque mi corazón resístase a creerlo, mis ojos no pueden negarlo.
Luego que aquella muchedumbre hubo satisfecho su curiosidad y cansóse de mi presencia, sólo una doncella, llamada Angeli, mostró cordura y humanidad, hablándome sin escarnio ni burla. Fue ella quien, con voz templada y entendimiento claro, díjome que hallábamosnos en el puerto de Xochimilco, lugar que bien conozco, pues por él pasé en la primavera del año de Nuestro Señor de mil y quinientos y veintiuno, durante la campaña final contra la gran ciudad de Temistitan. Allí libramos batalla recia contra los mejicas, y estuve en grave peligro de ser capturado, pues una horda me rodeó y derribó con furia; mas gracias a la valentía de mis capitanes, fui rescatado y salvado de tan amarga suerte.
Aquella doncella, tan parecida en habla y donaire a mi querida Marina, ofreció llevarme a mi morada y cuando díjele que vivía en la ciudad de Coyoacán, respondióme con extrañeza que tal lugar no era ya ciudad ni villa, sino alcaldía sujeta a un nuevo orden, el cual rinde vasallaje no a rey ni emperador, sino a un ente que llaman República.
No existe ya, Señor, el Virreinato que con tanto esfuerzo y sangre asentamos en estas tierras. Las provincias que otrora pertenecieron a la Corona de Castilla llámanse ahora Latinoamérica, y están divididas en veinte reinos que no lo son, pues no tienen monarca ni nobleza reconocida. Grande fue mi asombro al saber que las monarquías han desaparecido en gran parte del orbe, salvo en España y otros veintiocho dominios que aún conservan corona. El resto, según contóme Angeli, rígese por un sistema que llaman democrático, en el cual cualquier vecino, sin linaje ni blasón, puede aspirar a gobernar por medio de elecciones. ¡Oh, qué extraña forma de gobierno, como quien escoge frutas en el mercado! Mas no os engañéis, mi Señor, que tales gobiernos están en manos de élites disfrazadas, familias poderosas que han hecho del engaño su estandarte.
Así, Señor, escríboos no sólo como soldado y servidor, sino como testigo de un mundo trastocado, donde el orden antiguo ha sido suplantado por nuevas formas que, aunque vístense de justicia, no siempre la practican.
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