Por Sofía Guadarrama Collado
En la última cumbre del G7 en Kananaskis, Alberta, Canadá, el presidente de Estados Unidos decidió que ya había tenido suficiente diplomacia y se largó antes de que el café se enfriara. La Casa Blanca, siempre lista para justificar lo injustificable, culpó a las tensiones entre Israel e Irán. Al parecer, el mundo arde y algunos prefieren observar desde la comodidad de su avión presidencial.
Ricardo Pascoe escribió en su columna: “Hace pensar, incluso, que la salida apresurada de Trump de la reunión del G-7 en Canadá cuando estaba a horas de reunirse con Sheinbaum, fue a propósito. No quería esa reunión. Quería mantener su «posibilidad de negación» en lo referente a México”.
A un hombre como Donald Trump, cuya noción de poder se entrelaza con la ostentación, no lo conmueve la humildad aérea y le resulta poco atractiva la interlocución con una mandataria que se trepa a un vuelo comercial en clase económica como cualquier mortal y en lugar de ser protegida por su Estado Mayor Presidencial es acompañada por unos cuantos guaruras fachosos. Si no hay alfombra roja ni jet privado, lejos de ser interpretado como populismo, eso le sabe a falta de ambición escénica, falta de drama y una manifestación de mediocridad. Para Trump, el populismo no se mide en boletos de avión, sino en el tamaño del aplauso.
En contraste, durante su visita oficial a Guatemala, la presidenta Claudia Sheinbaum Pardo arribó en un avión Gulfstream G550 perteneciente a la Fuerza Aérea Mexicana, un punto medio entre la discreción institucional y el guiño a los protocolos del poder. Pero si se quiere impresionar a alguien como Trump, más vale que el avión tenga nombre de película y rugido de dinosaurio. Hubiera viajado a Canadá en uno de los seis Boeing 737 de la flota de la Fuerza Aérea Mexicana, y acaso la percepción habría sido otra.
Durante su segundo mandato, el presidente Donald Trump ha realizado cambios significativos en la decoración del Despacho Oval, particularmente en la chimenea de mármol, ahora decorada con siete ornamentos de oro y medallones dorados como un intento de reflejar su promesa de llevar a Estados Unidos a una «edad dorada». La chimenea de la Oficina Oval es un símbolo reconocido en todo el mundo, en donde el presidente del país más poderoso del planeta se toma fotos con sus homólogos y como tal debe brillar.
Trump, habituado a la teatralidad del poder, se derrite ante el espectáculo imperial y los palacios que parecen diseñados por Disney para jeques. Se complace tanto en ser admirado como en admirar. Lo seducen los escenarios de grandeza, los salones de mármol, los techos dorados y los anfitriones que saben que el verdadero diálogo comienza con un desfile militar, como lo demostraron el heredero de Arabia Saudita, Mohammed bin Salman; el emir de Qatar, el jeque Tamim bin Hamad Al Thani, quien lo sedujo con un recorrido por el Palacio Al Wajba en Doha; y el presidente de los Emiratos Árabes Unidos, Mohamed bin Zayed Al Nahyan, quien lo recibió en el palacio Qasr Al Watan en Abu Dabi, conocido como el Versalles de Oriente y cuyas dimensiones son cinco veces más grandes que el palacio de Buckingham.
En el encuentro entre Vladimir Putin y Donald Trump en la Base Conjunta Elmendorf-Richardson en Anchorage, Alaska, el presidente ruso llegó en un avión Il-76 ruso, escoltado por su Servicio Federal de Protección, un contingente de vehículos y su limusina blindada Aurus Senat que no le pide nada a La Bestia, fabricada por Cadillac. Cuando ambos caminaban sobre la alfombra roja —como diciendo «Mira mis juguetes»— el presidente de los Estados Unidos hizo que volaran sobre sus cabezas un Northrop Grumman B-2 Spirit (también conocido como el Stealth Bomber o «bombardero furtivo») y varios cazas de combate Lockheed Martin F-22 Raptor, las naves aéreas de combate más poderosas del mundo. Putin, impasible, no se dejó intimidar por la coreografía bélica y con la cortesía de quien sabe que el verdadero poder no se sirve en bandejas doradas, sino en silencios que incomodan, rechazó la comida que se le había ofrecido al terminar la reunión. Cuando el ego es más grande que el banquete, no hay caviar que convenza.
Días después, en un gesto que conjugaba diplomacia y urgencia, el presidente de los Estados Unidos sostuvo una reunión de alto nivel con el noble propósito —envuelto en el celofán de la cortesía internacional— de poner fin a la invasión rusa y, en el mejor de los casos, bordar un acuerdo de paz con hilos de voluntad política y esperanza con líderes clave del escenario internacional: el presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski; Ursula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea; António Costa, presidente del Consejo Europeo; Mark Rutte, secretario general de la OTAN; Emmanuel Macron, presidente de Francia; Friedrich Merz, canciller de Alemania; Petteri Orpo, primer ministro de Finlandia; la primera ministra de Italia y Keir Starmer, primer ministro del Reino Unido.
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