Por Sofía Guadarrama Collado
En la madrugada del primero de septiembre, a esa hora en que hasta los demonios duermen, la Suprema Corte se convirtió en escenario de una liturgia prehispánica: un grupo de curanderas —termino censurado hoy en día por los pseudo progresistas puritanos que decidieron llamarles médicas tradicionales de pueblos indígenas— deambuló por los pasillos de la Suprema Corte como si fueran a exorcizar los expedientes de la corrupción. Pero bueno, en tiempos donde todo se purifica con incienso, ¿por qué no también la justicia?
El copal, humo blanco, agrio, penetrante, ardía con dignidad ancestral, ysubía como si quisiera lamer los techos altos. Las plegarias, discretas que eran murmullos y eran cantos y eran letanías, limpiaron, purificaron, expulsaron, bendijeron, sin cámaras ni discursos, hasta el alba, con lo cual inició un ciclo judicial que, más allá de lo jurídico, aspiraba a lo espiritual.
El primero de septiembre de 2025, cuando el aire estaba todavía frío, cuando las calles seguían vacías, los semáforos titilando inútilmente sobre avenidas desiertas, las piedras, los árboles y el viento del valle todavía sostenían la respiración del silencio, y cuando los mexicanos despertamos, la pesadilla burocrática seguía ahí.
Apenas el sol, tibio y dorado, se dignó a aparecer, la procesión se desplazó a la emblemática zona arqueológica de Cuicuilco, «lugar de cantos y rezos» —ese antiguo teatro de lo sagrado, que es memoria, que es eternidad en piedra, que ha desafiado al volcán Xitle desde el año 800 antes de Cristo, y que hoy es un rincón abandonado donde la historia se mezcla con el turismo escolar— y, con sus bastones y sus rezos, los nuevos colonizadores de las tradiciones mesoamericanas prepararon la consagración de los bastones de mando, que no son simples palos, sino símbolos ardientes de poder y de autoridad y de manipulación y de falsedad y de teatro y de pronto allí estaba él, el ministro presidente electo, Hugo Aguilar Ortiz, con su voz que quiso ser solemne, con su frase que quiso ser filosófica: “No sólo somos materia, también somos inteligencia y espíritu”.
Y en un acto de ingenuidad, los representantes de «los pueblos» no callaron, no se limitaron a la reverencia: hablaron de la tierra, del agua, del bosque, del aire; exigieron respeto, exigieron justicia, exigieron lo que siempre han exigido; y dijeron: “El bastón es compromiso”, recordando a la Corte naciente que su deber no está sólo en los tribunales, sino en la vida misma, en la tierra misma y exigieron frenar la extracción de gas y petróleo mediante fractura hidráulica o fracking, regular la extracción y concesión del agua, detener la contaminación de ríos y cuerpos de agua, proteger los bosques y evitar concesiones indiscriminadas de tierras. Lástima que nadie les dijo que su participación caducaba al terminar el espectáculo y como a la Cenicienta, el sueño se les acabaría a la media noche del primero de septiembre. Gracias por participar.
Más allá del show —porque sí, esto ya ni siquiera califica como teatro—, yo me pregunto, y me pregunto con rabia y con desesperación: ¿qué nos espera ahora, en este sexenio donde ya no hay voces independientes, donde ya no hay contrapesos, donde ya no hay organismos autónomos, donde la corte ha sido puesta al servicio de un solo partido? El futuro no sorprende, pero duele: es negro, más negro que nunca, negro como la tinta que mancha para siempre el papel de la Constitución, negro como la sombra de un poder que no conoce límites.
El performance de la purificación, que no es sino el reflejo de nuestra decadencia, pasará, como han pasado todos los circos desde la antigua Roma, pero lo que debe inquietarnos es la nueva forma en que se impartirá —ya no la justicia— sino la injusticia en este país, esa criatura que se desliza por los pasillos de la ley con pasos silenciosos, una arquitectura sin cimientos éticos, sin lenguaje jurídico, sin alma. ¿O es que acaso estamos viviendo dentro de una ficción demasiado real?
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