Por Sofía Guadarrama Collado
En esta columna: la pregunta también debería ser quién nos protegerá cuando el Estado tenga prisa y la justicia pierda pausa… Sofía Guadarrama convierte el juicio de amparo en metáfora divina: un milagro jurídico en riesgo de volverse trámite burocrático sin alma.
Hubo un tiempo —no tan lejano como creemos— en que la justicia en México no tenía rostro, ni voz, ni domicilio conocido. La justicia era un rumor, la única defensa contra el poder arbitrario era la divinidad, ese recurso que no exige pruebas ni abogados. No existían tribunales independientes ni Derechos Humanos. Los ciudadanos, pobres mortales, inermes ante el capricho de los presidentes y caciques sólo podían mirar al cielo y murmurar: «¡Que Dios nos ampare!», como quien lanza una botella al mar con la esperanza de que alguien la lea.
Entonces, como quien inventa el paraguas en medio del diluvio, Manuel Crescencio Rejón, en Yucatán, propuso en 1841 el juicio de amparo y Mariano Otero lo afinó en 1857. ¡Milagro! Y así como un personaje que entra por la puerta lateral del Congreso, el juicio de amparo apareció en el escenario decimonónico mexicano y el país descubrió que se podía pedir justicia sin necesidad de milagros. Si el gobierno te pisa, puedes gritar.
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