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Por Sofía Guadarrama Collado
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Este es el primer capítulo de la novela La Conquista de México Tenochtitlan, escrita por Sofía Guadarrama Collado y recientemente publicada por editorial Hachette.

Motecuzoma Xocoyotzin no sonríe al pasar, cargado en fastuosas andas, por la calzada de Iztapalapan que los  macehualtin comenzaron a barrer desde la madrugada y donde luego colocaron la majestuosa alfombra de algodón en la cual el huei tlatoani está transitando en compañía de Cacamatzin, tecuhtli de Tetzcuco; Totoquihuatzin, huei tlatoani de Tlacopan; Cuitlahuatzin, tecuhtli de Iztapalapan; Itzcuauhtzin, cuauhtlatoani de Tlatelolco, el personificador de Tezcatlipoca y más de doscientos pipiltin, los cuales —con sus cabelleras largas atadas sobre la coronilla con una cinta roja— caminan descalzos, en silencio y sin mirar a nadie. 

Miles de hombres, mujeres, niños y ancianos —en la calzada, en las canoas, en las azoteas y en las calles— yacen arrodillados, con las frentes y manos tocando el piso, pues está prohibido ver al huei tlatoani. Muy pocos recuerdan su rostro, ése que muchos conocieron apenas hace dieciséis años; y los más jóvenes ni siquiera lo conocen.

Al final de la calzada están esos hombres de los que tanto se ha hablado en los últimos años, esos hombres barbados, cubiertos de atuendos que parecen de oro sucio y opaco. Es verdad que tienen venados tan grandes como las casas y que no huyen de la gente; entienden el idioma de los barbudos y obedecen; exhalan con tanta fuerza que parece que se tratara de un fuerte y breve chorro de agua de las cascadas. Sus pasos son ruidosos, como golpes de palos huecos. Vienen caminando hacia el huei tlatoani. Son cuatrocientos cincuenta hombres blancos y aproximadamente seis mil soldados tlaxcaltecas, cholultecas, huexotzincas y totonacas. 

Se escucha un estruendo ensordecedor que atemoriza a los miles de macehualtin arrodillados. Es un estallido salido de una de las cerbatanas de fuego que traen los hombres barbados. Sólo Motecuzomatzin y los pipiltin han visto asustados el humo y el fuego extendiéndose rápidamente y que imposibilita ver de lejos. La gente no se ha atrevido a levantar la cabeza. Aunque sólo unos cuantos mexicas han visto esos palos de fuego, como le llaman algunos, todos los demás saben que cuando se escucha el trueno alguien cae muerto con la cabeza o el pecho despedazado. Lo saben porque de eso se ha hablado en todos los altepeme (pueblos) y en todas las casas desde hace muchos días. Los barbudos se han apoderado de muchos altepeme de las costas y otros tantos cerca de Meshíco Tenochtítlan, utilizando estas trompetas de fuego, como las llaman otros.

En cuanto Motecuzomatzin baja de sus andas, ayudado por Cacamatzin y Totoquihuatzin, se advierten sus sandalias decoradas con teocuitlatl (oro) y piedras preciosas, y unas correas que cruzan en forma de equis por sus pantorrillas. Cuatro miembros de la nobleza sostienen las cuatro varas del palio rojo, —decorado con plumas verdes, oro, plata, chalchihuites y perlas— que protegen al huei tlatoani de los rayos del sol. Motecuzomatzin, Cacamatzin y Totoquihuatzin tienen en sus cabezas los copillis (tiaras) de oro y de pedrería que los distinguen como señores del excan tlatolóyan (la Triple Alianza), y visten exquisitos trajes de algodón anudados sobre los hombros izquierdos.

Los extranjeros bajan de sus grandes venados y caminan hacia el huei tlatoani. Hay mucho silencio. Se miran a los ojos con gran asombro. Motecuzomatzin, Cacamatzin y Totoquihuatzin —cumpliendo con el saludo ceremonial— se arrodillan ante los hombres blancos, toman tierra con los dedos y se la llevan a los labios. 

Un hombre que trae un cuchillo muy largo, fino y delgado, de un metal parecido a la plata, atado a la cintura, se quita el casco de metal, la pone cerca de su pecho, sonríe, agacha la cabeza y comienza a hablar frente al huei tlatoani. Su lengua es incomprensible. Otro hombre habla segundos después, pero en lengua maya. Luego una niña, de aproximadamente quince años, que viene con los barbados, pero que no es como ellos, sino que tiene la cara y la piel como todas las que viven en MeshícoTenochtítlan, tan hermosa como cualquier doncella, camina junto a los que vienen al frente; se acerca al huei tlatoani, sin mirarlo, se arrodilla, pone su frente y sus manos en el piso y pide permiso para hablar. 

Motecuzomatzin ha sido muy bien informado en los últimos años. Sabe que al hombre que viene al mando del invencible ejército que llegó del mar, en todos los altepeme, le llaman Malinche (dueño de Malintzin) y deduce que esa niña que camina junto a él es Malintzin Tenépatl, esclava y lengua del señor de barbas largas.

—Mi tecuhtli Hernando Cortés —habla la niña Malina—, capitán de la tropa española enviada por el tlatoani Carlos de España dice que se alegra mucho de que por fin puede ver a tan grande señor, y que se siente honrado de que usted le permita conocerlo. También le agradece todos los regalos que le ha enviado desde su llegada.

Malinche se aproxima con una confianza que hasta el momento nadie se ha permitido (Motecuzomatzin percibe un hedor punzante) y extiende los brazos hacia el frente. «¿Qué está haciendo?», se preguntan rápidamente todos los miembros de la nobleza. «¿Cómo se atreve?» Cuitlahuatzin y Cacamatzin se apresuran para interceptar al hombre blanco —y también se percatan de su mal olor—, le toman de los antebrazos y le dicen que está prohibido tocar al huei tlatoani. Los hombres que acompañan a Malinche se alteran y apuntan con sus cerbatanas de fuego. Se escuchan rumores. El tecuhtli Malinche alza las manos, da un paso hacia atrás y habla, pero no se le entiende. Entonces el otro hombre traduce a la lengua maya y la niña Malina al náhuatl. 

—Mi señor Hernando Cortés quiere hacerle un regalo. —La niña mira directamente a los ojos del huei tlatoani.

Motecuzomatzin voltea a ver a Cacamatzin y a Totoquihuatzin.

—Niña. —Cacamatzin la regaña—, cada vez que te dirijas al huei tlatoani Motecuzomatzin debes hacerlo de esta manera: Tlatoani, notlatocatzin, huei tlatoani: «Señor, señor mío, gran señor». 

Con humildad y algo de vergüenza, la niña Malina agacha la cabeza y responde que así lo hará. El tecuhtli Malinche le pregunta intrigado qué le han dicho y ella le informa lo ocurrido. Entonces él se arrodilla ante el huei tlatoani y todo su séquito lo imita.

—Señor, señor mío, gran señor —dice Malinche sin levantar la cabeza.

—Dile que ya puede ponerse de pie —ordena Motecuzomatzin a la niña Malina, quien a su vez traduce en lengua maya al otro hombre, al que llaman Jeimo, y que habla la lengua de los barbados.

En cuanto Malinche se pone de pie, se quita un collar de margaritas y diamantes de vidrio que trae puesto y se lo ofrece a Motecuzomatzin. Cuitlahuatzin y Cacamatzin se disponen a detenerlo, pero en esta segunda ocasión, Motecuzomatzin les ordena que no intervengan. Malinche se acerca al huei tlatoani y le pone el collar.

—Tráiganle dos collares de regalo —Motecuzomatzin dice en voz baja sin quitar la mirada del hombre blanco.

Minutos después uno de los hombres de la nobleza se acerca con dos collares hechos de piezas de conchas rosadas y con unos pendientes de oro con forma de camarones. Se las entregan a Cacamatzin quien a su vez se prepara para entregárselas a Malinche.

—Espera —dice Motecuzomatzin con una serenidad inesperada—. Yo se lo daré.

Cacamatzin, Totoquihuatzin, Cuitlahuatzin y el resto de la nobleza no pueden creer que el huei tlatoani esté dispuesto a tener contacto con los extranjeros. Motecuzomatzin camina lentamente hacia Malinche y le pone el collar.

—Sean todos ustedes bienvenidos a ésta, su casa —dice Motecuzomatzin. 

Cuitlahuatzin avanza al frente, se arrodilla, toca la tierra con los dedos y se lleva un poco a los labios. Se pone de pie y vuelve a su lugar. El acto lo repite cada uno de los miembros de la nobleza. Sólo se escuchan los ruidos que hacen los venados gigantes con sus hocicos y sus patas, el graznido de las aves acuáticas, el trino de los pajarillos, el arrullo de las tórtolas y el agua que se menea inquieta en el lago.

—Cuitlahuatzin —ordena el huei tlatoani Motecuzomatzin—, acompaña al tecuhtli Malinche.

Aunque no está de acuerdo, Cuitlahuatzin, el tecuhtli de Iztapalapan y hermano del huei tlatoani, agacha la cabeza y camina hacia Malinche, le toma del brazo y espera a que Motecuzomatzin suba a sus andas. En cuanto comienzan a caminar se escuchan los gruesos graznidos de las caracolas, el retumbo de los teponaztlis, el silbido de las flautas y las sonajas. La gente, como en tiempos pasados, cuando Motecuzomatzin volvía victorioso de las guerras, les entregan girasoles, magnolias, flores de maíz tostado, flores de tabaco amarillas y flores de cacao. Cuelgan en los cuellos de los hombres barbados collares de guirnaldas y adornos de oro. Muchos de los extranjeros se muestran a la defensiva ante los regalos de los macehualtin. Alzan sus armas y apuntan con sus arcos de metal. Meshíco Tenochtítlan, de quince kilómetros cuadrados, tiene doscientos mil habitantes. Todos observan curiosos —desde las azoteas, las canoas en los canales y las copas de los árboles— las armas extrañas de esos hombres, sus venados gigantes, sus barbas largas, sus trajes de plata opaca y sus perros llenos de pelo, pues los de estas tierras apenas si tienen pelambres en la frente y el pecho. 

Adelante va un grueso contingente de danzantes. Los siguen los sacerdotes —con las orejas saturadas de heridas por el autosacrificio— que echan incienso hacia los lados; luego vienen los capitanes veteranos, con sus trajes de águila y jaguar, y sus macuahuitles y escudos en cada mano. Otros traen arcos y flechas. Después avanzan los venados gigantes, moviendo sus cabezas de izquierda a derecha y defecando al mismo tiempo que caminan. Una docena de hombres barbados jalonean de sus correas a los perros que ladran exaltados, olfatean, vuelven a ladrar, orinan y vuelven a ladrar.

La gente se pregunta qué significa lo que está dibujado en el estandarte que carga sobre los hombros uno de los extranjeros.

Siguen más venados gigantes y los niños ríen al escuchar las exhalaciones que suenan como chorros de agua. Los extranjeros cargan tantas cosas que parece que trajeran cascabeles de metal. Luego marchan decenas de hombres con más arcos de metal y cerbatanas de fuego. 

Hasta el final entra el tecuhtli Malinche con sus capitanes que lo protegen; cientos de guerreros —con sus atuendos de guerra, de Tlaxcálan, Tepóztlan, Tliliuhquitépec, Hueshotzinco, Cempoala y Cholólan. Cantan orgullosos porque han logrado entrar a la ciudad de Meshíco Tenochtítlan, un lugar que para algunos de ellos ha estado prohibido por años.

Los tenoshcas no les dan muestras de bienvenida a los tlaxcaltecas, tepoztlancalcas, tliliuhquitepécas, hueshotzincas, cempoalacas y chololtécas. La celebración se extingue rápidamente. Cuitlahuatzin los guía hasta un muro de piedra gruesa, con pilares que resguardan el palacio de Ashayácatl, conocido por todos como las huehuecalli (las casas viejas), o el huehuetecpancalli (el palacio viejo) —ubicado en el lado oeste del Recinto Sagrado y construido por el bisabuelo de Motecuzoma Xocoyótzin, el tlatoani Motecuzomatzin Ilhuicamina, cincuenta años atrás y remodelado por su padre, el tlatoani Axayácatl— el cual tiene en la parte del centro dos pisos y cuatro construcciones exteriores de uno.

—Aquí es. —Cuitlahuatzin señala la entrada del palacio de Axayácatl. 

Malinche no le pone atención. Está impresionado con el majestuoso basamento que se ve a lo lejos y que resalta por sobre todos los edificios.

—Es el teotépetl (monte divino) —explica la niña Malina—. Está dedicado a Huitzilopochtli, dios de la guerra y Tláloc, dios del agua.

Malinche siente irrefrenables deseos de ver ese edificio que vio desde que estaba a punto de entrar a la ciudad. Entonces, la niña Malina le expresa a Cuitlahuatzin los deseos de su dueño.

—Motecuzomatzin los está esperando —insiste Cuitlahuatzin ignorando lo que acaba de escuchar. 

Al entrar, Malinche y sus hombres cruzan un amplio patio hasta llegar a la sala principal donde ya se encuentran Motecuzomatzin y el resto de la nobleza mexica. 

—Siéntate aquí. —El huei tlatoani toma a Malinche de la mano y lo guía hasta el tlatocaicpalli (asiento real) el mismo en el que se sentaron sus predecesores, los tlatoque Axayácatl y Ahuítzotl y en el cual nadie más tenía permitido sentarse.

La inusitada conducta de Motecuzoma Xocoyótzin deja pasmados a todos. 

—Esta es tu casa —ofrece Motecuzomatzin y lo mira directamente a los ojos—. Come y descansa. Volveré después para hablar contigo. —Sale y se dirige a su palacio.

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La presentación del libro será este sábado 22 de noviembre a las 12:00 en la librería de Porrúa en el parque de Chapultepec.

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@SofiGuadarramaC

Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.


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