Por Sofía Guadarrama Collado
En México, ninguna manifestación pacífica está a salvo. La paz en las calles es un espejismo que dura lo que tarda en aparecer la primera piedra. Da lo mismo que se marche por los feminicidios, por los 43 desaparecidos, por una reforma que destruye la independencia judicial o por el homicidio de un presidente municipal.
El guion es inmutable: cuando la protesta se acerca al Zócalo —o al palacio de gobierno en otras ciudades— aparecen los protagonistas del espectáculo del horror, como bestias entrenadas para el Apocalipsis. Clonados en ropa idéntica, cuerpos atléticos de gimnasio castrense, radios en la oreja y la disciplina de no gritar jamás una consigna.
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