Por Sofía Guadarrama Collado
En México, donde lo insólito se anida en cada esquina, pocas cosas pesan tanto como la fe. Pesa más que la prosa seca de los archivos, más que el microscopio que diseca la tela, más que esa incómoda compañera que llamamos razón; incluso más que los silencios. Pesa tanto que, hasta el vacío, el hueco dejado por la historia, se rellena con incienso divino. El caso de la Virgen de Guadalupe lo demuestra: la fe venció a la historia, a los documentos del siglo XVI, a la ciencia, a la evidencia, a la razón, a la crítica impiadosa y a la verdad, esa señora tan malquerida en estos lares. Así, la Virgen de Guadalupe se levanta, no como documento, no como evidencia, sino como certeza que arde en la sangre de millones.
Vayamos a lo más incómodo: las supuestas epifanías que habrían cimbrado el Tepeyac entre el 9 y el 12 de diciembre de 1531 son, en estricta conciencia, una ausencia monumental. Ningún papel confirma las apariciones. Ninguno. No hay un solo indicio. Ni una carta extraviada, ni un registro eclesiástico, ni una pincelada en las crónicas indígenas o en los informes españoles. El hombre clave, fray Juan de Zumárraga, primer obispo de México, quien debió ser notario de lo imposible —que, por cierto, escribía mucho: sermones, cartas, documentos administrativos con una disciplina impasible—, no dedicó ni un solo trazo de su pluma a tan magno evento, ni una sola palabra sobre un indígena llamado Juan Diego ni mucho menos sobre unas apariciones.
SUSCRÍBETE PARA LEER LA COLUMNA COMPLETA...