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Por Sofía Pérez Gasque

En toda crisis económica hay un patrón que se repite: las mujeres pierden primero.

Lo vimos en la pandemia. Lo estamos viendo de nuevo en este ciclo de desaceleración global.Y si no ajustamos el enfoque de las estrategias económicas, lo seguiremos viendo en cada tormenta que venga.

Hoy, organismos como el FMI y la OCDE advierten sobre una posible desaceleración prolongada: crecimiento más lento, menor inversión, tasas de interés altas por más tiempo y presiones inflacionarias persistentes. Frente a este escenario, los gobiernos y mercados se preparan para mitigar daños.

Pero la pregunta clave es: ¿quién está en la base de la pirámide laboral más vulnerable a esos daños?

La respuesta es clara: las mujeres.

En América Latina, más del 60% del empleo femenino está concentrado en sectores de alto riesgo ante crisis: comercio, turismo, trabajo doméstico, manufactura ligera y servicios personales. Muchos de estos empleos son informales, sin acceso a seguridad social ni redes de protección.

Cuando el consumo se frena, las primeras contrataciones que se congelan, los primeros turnos que se recortan y los primeros puestos que se eliminan suelen ser los ocupados por mujeres.

Y eso no es casualidad.

Es estructural.

Las mujeres, en promedio, ganan menos, tienen más trabajos temporales, y enfrentan mayores obstáculos para acceder a empleos formales y estables. Además, son quienes más asumen tareas de cuidado no remunerado, lo que limita su disponibilidad para “ajustarse” a la lógica de un mercado que demanda flexibilidad infinita y movilidad constante.

Pero la desigualdad no termina con la pérdida de empleo.

También afecta la recuperación.

Diversos estudios —como los de ONU Mujeres y el BID— muestran que las mujeres tardan más en reincorporarse al mercado laboral tras una crisis, y muchas veces lo hacen en condiciones más precarias que antes.

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