Por Sofía Pérez Gasque Muslera
La inteligencia artificial (IA) ya no es una promesa de futuro. Está aquí, operando en silencio, tomando decisiones que afectan el presente económico de millones de personas: desde a quién se le otorga un crédito, hasta qué currículum llega a una entrevista, cuánto cuesta un seguro o qué productos vemos al abrir una tienda en línea.
Y sin embargo, una pregunta esencial sigue sin estar en el centro de la conversación: ¿quién está programando ese futuro que ya empezó?
Hoy, solo el 22 % de las personas que trabajan en inteligencia artificial a nivel global son mujeres, según la UNESCO. En puestos de liderazgo, diseño de producto, decisiones de inversión o arquitectura de sistemas, la cifra es aún menor. Este dato, que podría parecer una cuestión de representación, en realidad revela una falla estructural en la forma en que estamos construyendo el poder económico del siglo XXI.
Porque la IA no es neutral. Aprende de datos históricos, de patrones humanos, de decisiones pasadas. Y si esos datos provienen de un mundo desigual —como es el caso—, el resultado es un algoritmo que automatiza, perpetúa y amplifica esas mismas desigualdades.
Ya está ocurriendo.
En 2018, una gran tecnológica tuvo que desechar un sistema de reclutamiento automatizado que discriminaba a las mujeres: el algoritmo “aprendió” que los hombres eran mejores candidatos porque la mayoría de las contrataciones previas habían sido masculinas.
En 2020, investigaciones revelaron que modelos usados para otorgar créditos personales en EE. UU. ofrecían peores condiciones a mujeres con perfiles idénticos a los de sus contrapartes masculinas.
Y sistemas de reconocimiento facial siguen presentando errores sistemáticos al identificar rostros femeninos, especialmente si son de mujeres racializadas.
Esto no es una falla técnica. Es una crisis de diseño, de enfoque, de poder. Porque si los sistemas que deciden sobre oportunidades económicas están siendo diseñados por equipos homogéneos, sin perspectiva de género ni voces diversas en la sala, entonces el futuro económico se construye desde el mismo sesgo que ya conocemos, solo que envuelto en código y legitimado como “objetividad tecnológica”.
La brecha de género en inteligencia artificial es también una brecha de poder económico. Quienes diseñan, programan, entrenan y regulan los sistemas de IA están definiendo las reglas del juego.
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