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Por Sofía Pérez Gasque

Cada año, millones de personas cruzan fronteras huyendo de la violencia, la pobreza, la persecución o la falta de oportunidades. Entre ellas, una mayoría creciente son mujeres. Mujeres que migran solas, con hijos, embarazadas, jóvenes o adultas mayores. Mujeres que no solo buscan seguridad: buscan reconstruir su vida.

Y sin embargo, cuando se diseñan las políticas migratorias, económicas o laborales, ellas siguen siendo invisibles.

En América Latina, la feminización de la migración ya no es una tendencia emergente: es una realidad estructural. De acuerdo con datos de la CEPAL, más del 50% de las personas migrantes internacionales en la región son mujeres. Muchas de ellas refugiadas, desplazadas internas o solicitantes de asilo.

Pero esta visibilidad numérica no se traduce en reconocimiento económico, institucional ni político. Las mujeres migrantes enfrentan más barreras para acceder a empleos formales, para obtener permisos de trabajo, para validar sus estudios, para recibir servicios de salud o crédito. A menudo terminan en empleos informales, mal remunerados o expuestas a redes de trata, explotación sexual o servidumbre moderna.

Y sin embargo, son ellas quienes sostienen buena parte de las economías del cuidado, del comercio informal, de los servicios personales, muchas veces sin derechos, sin voz y sin protección.

El problema no es solo la falta de políticas. Es que las políticas existentes están pensadas sin rostro, sin género, sin realidad.

Se habla de “migración” como si fuera una experiencia neutral. Pero no lo es.

Una mujer migrante vive riesgos distintos, cargas distintas, y tiene necesidades distintas. No es lo mismo migrar con hijos a cargo, sin redes, con historial de violencia, sin acceso a idioma o con estatus migratorio irregular.

Y sin embargo, muchas legislaciones siguen clasificando a todas las personas migrantes bajo las mismas reglas, como si el punto de partida y los riesgos fueran idénticos.

Lo mismo ocurre en el terreno económico.

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