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Por Sophia Huett

Basado en el relato del Jefe Ulises, un policía a toda prueba

En julio pasado se cumplieron 15 años de uno de los episodios más oscuros para la Policía Federal y para mí. Quince años del día en que, en carne propia, entendí lo que es el miedo de verdad. No el que controlas en un operativo, no el que aprendes a manejar con los años… sino el que te agarra por dentro y te dice que en un segundo todo se acaba.

Lo primero que vi fue su torso. Nada más. Sin brazos. Sin piernas.

Y la pared blanca de la casa, marcada con su silueta, como si el cuerpo hubiera quedado estampado ahí por un martillazo de fuego.No… no puede ser él.Esa imagen me taladró la mente. No se me olvida. No se me va a olvidar nunca.

Busqué las extremidades… nada. Ni rastro. Tal vez estaban entre la chatarra retorcida, tal vez se hicieron polvo con la explosión. Pero ahí, en ese momento, lo único que tenía frente a mí era a mi compañero reducido a medio cuerpo y el olor insoportable de pólvora, metal quemado y carne chamuscada.

A unos metros, la patrulla ardía como antorcha, reventando sus propias municiones. Cada cartucho explotaba con un sonido seco, metálico, irregular, como si alguien nos estuviera rafagueando desde adentro. Agáchate, cabrón… que no te toque una de esas. La metralla improvisada silbaba y pegaba en el pavimento, en las paredes, en los coches.

Unos minutos antes, la tarde había sido “normal” para lo que era Juárez en 2010, que ya es mucho decir. La ciudad estaba hecha pedazos: ejecuciones a plena luz del día, convoyes de sicarios paseando como dueños de la calle, familias encerradas tras candados y rejas. Las noticias ya no eran noticias: eran un conteo de muertos.

Habíamos llegado en diciembre de 2009: 4,500 integrantes de la División de Fuerzas Federales. Sumados a las otras áreas, éramos casi 6 mil policías federales desplegados para recuperar una ciudad que parecía perdida. Nos repartieron donde cupiéramos: hoteles de paso, bodegas adaptadas, cuartos rentados. Entre nosotros había de todo: policías con vocación a prueba de todo, otros que iban a lo mínimo, compañeros con problemas de alcohol, mandos que inspiraban respeto y otros que mejor ni hablar.

Ese 15 de julio arrancó como cualquier otro: reunión operativa en “Contelito” a las seis de la mañana, nuestro centro de mando local, y luego a patrullar. El sol pegaba fuerte cuando, casi al caer la tarde, nos reportaron que unas mujeres habían sido atacadas en calles del centro. Íbamos para allá cuando se oyeron disparos. El CERI (Cuerpo de Reacción Inmediata) lanzó la alerta: un policía herido en la esquina de 16 de Septiembre y Colombia.

Estábamos a diez calles. Písale, que llegamos en un suspiro. El 18.º Agrupamiento llegó primero. Cinco minutos después…

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