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Por Sophia Huett

En junio de 2012 ocurrió un hecho que marcó para siempre a muchos integrantes de la entonces Policía Federal. Sabíamos que había compañeros en los que no se podía confiar, pero nunca imaginamos que algunos delincuentes se escondieran detrás del mismo uniforme que juraron honrar. Aquel día, dos policías fueron sorprendidos en actividades ilícitas; cuando los federales acudieron a detenerlos, recibieron fuego a traición.

Mucho se ha dicho desde entonces: que unos trabajaban para un grupo y otros para el contrario; que en medio de aquella guerra ya no existía lealtad posible. Pero quienes estaban cerca sabían lo que cada uno traía en la cartera y en la cuenta bancaria: lo que realmente valía su palabra, su conciencia y su vida.

Se señalaron a tres responsables: Zeferino Morales Franco, Daniel Cruz García y Bogard Felipe Lugo de León. Solo este último fue detenido. Y aunque frente a las cámaras reconoció sentirse mal por ser un traidor, la justicia apenas alcanzó para procesarlo por posesión de cartuchos. Hoy está libre.

En la memoria de algunos, el cambio de sexenio borró aquel episodio. En la de otros, permanece vivo cada día, por solidaridad, por lealtad y hasta por amor. Esa es la fuerza que sostiene a quienes se atreven a hablar por los que ya no pueden hacerlo.

Y esta es una de esas historias: la de Pacheco.

7 de noviembre de 2019

Hoy es tu cumpleaños 34, no creas que me olvidé. Pensé en darte el mejor regalo, uno que te recordara tanto a mí que quisieras regresar corriendo a buscarme… pero ya no me ibas a encontrar donde me dejaste.

Después de algún tiempo de escribirte mensajes, de marcar solo para escuchar tu grabación en el buzón de voz y de aferrarme a la idea de que tenías que volver, me di por vencida y hui —como tantas veces antes—.

Hui de mi realidad. Cerré la puerta del departamento 402 para siempre. Busqué otro hogar, compré otros muebles, me ocupé en aprender cosas nuevas. Quise pensarte como el hombre más malo del mundo, para odiarte y dejar de sufrir en silencio, en la oscuridad de la noche, estacionada en algún lugar, o llorando en cualquier rincón. Quería morirme detrás de ti, pero nada pasó.

Aprendí a vivir del recuerdo, a llorar por dentro, y entendí que el dolor en el pecho se iba poco a poco, pero tú no te ibas nunca. Te preguntarás por qué dejé todo menos el trabajo: sencillo, porque amaba ser policía tanto como tú.

Cuando llegaste, mi mundo fue perfecto. Hablábamos el mismo idioma, leíamos las mismas cartas, bailábamos al mismo ritmo. Dentro de tus terquedades y las mías, pensamos que podíamos cambiar México, que podríamos ser los mejores policías. Que todo sería por ella, ¿te acuerdas? Tenía nombre.

Un día tenías prisa. Mucha prisa por ir a tu pueblo. Me desesperabas con esa letanía de “ya me voy, ya me voy”, hasta que llegó el día y volaste. Yo estaba feliz por ti. Por fin tendrías vacaciones después de años, y festejarías en grande el aniversario de la mujer que te dio la vida. Querías gritarle al mundo que eras un gran policía, y de los buenos. Que te vieran con uniforme, orgulloso de todo lo que habías logrado.

Pasaste las dos semanas más increíbles allá. Hiciste planes para los dos, grabaste mil videos para que no me perdiera cada detalle de El Maviri y Topolobampo. Me dedicaste una canción y luego otra, con un norteño que no entendí en ese momento, pero que nunca se me fue de la cabeza: “Rinconcito en el cielo”. De haber sabido…

Se acabó el encanto. Ya estabas de vuelta, de nuevo al trabajo, con más energía que nunca. Pero una semana después todo cambió. Alguien, a traición decidió por ti. Hasta hoy no sé por qué, o si se hizo justicia por tu muerte. Solo sé que te vi allí tirado, rendido por completo.

Una balacera, decían las noticias. A ti te contaron catorce tiros. Tres prófugos. Tres muertos. Un aeropuerto enloquecido. Era demasiado para un lunes en la mañana. Se dijeron muchas cosas: para algunos fuiste héroe, para otros el peor de los delincuentes. Pero solo yo sabía lo que traías en tu cartera.

Te hicieron honores. Te llevé a tu casa. Te enterré con la banda. Hice todo lo que hubieras querido, pero me faltó algo: tu nombre no estaba en el muro de los caídos. Por eso no me fui.

Con el tiempo, muchas cosas pasaron. Me tragué el miedo, me ceñí el orgullo y seguí adelante. Hice por los dos lo que nunca imaginaste. Si me hubieras visto… pero ya no estabas.

Quisiera decirte, como tantas veces, que aquí no hay novedad, que todo sigue igual —como dice la canción—. Pero murió tu madre, perdí a tu hermano, creció tu hijo, y hace poco dejé el trabajo que amábamos tanto. Se cerró la página de la Policía Federal, al igual que tus ojos, mi expediente y la puerta de aquel departamento.

Pero tu historia tenía que contarse.

Y creo que ese será mi mejor regalo.

Hasta el cielo.

Ara.

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@SophiaHuett

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