Por Sophia Huett
Juan y Francisco llegaron a Michoacán después de los granadazos en Morelia, en 2008. Llegaron cuando el país apenas comenzaba a entender que el crimen organizado ya no era una historia lejana. Desde entonces durmieron y vivieron en Michoacán durante años, hasta que ese territorio se volvió más suyo que su propia casa. Su hija y sus hijos crecieron lejos, mientras ellos, un par de policías federales, se acostumbraron a convivir con los ronquidos de otros compañeros, en lugar de los cuentos antes de dormir.
Eran idealistas. Creían que desde la seguridad pública podían transformar al país. Pasaron meses enteros volando en helicópteros Black Hawk sobre la sierra, entre el ruido de los motores y el olor a combustible. En condiciones que hoy se considerarían inhumanas y riesgosas para la salud, eran días enteros sin dormir, buscando en los cerros a criminales que dominaban pueblos enteros.
No fue fácil el momento en el que alguno de ellos tuvo que reconocer los cuerpos de doce compañeros abandonados sin vida en la Autopista del Sol, en 2009. Aquella imagen lo marcó para siempre. Incluso, años después tuvo que someterse a una cirugía para extraer un fragmento de hueso que se le desprendió en algún enfrentamiento. Pese al dolor físico y emocional, tanto Juan como Francisco, así como muchos más, seguían creyendo que valía la pena. Para Francisco tenía un especial significado: era su tierra natal y si como policía no podía hacer más por ella, no habría logro que lo llenara.
Durante aquellos años se lograron cientos de detenciones de integrantes de cárteles, y la captura de Servando Gómez Martínez, alias La Tuta, líder de Los Caballeros Templarios, fue vista como el final de una era. Por fin parecía que los esfuerzos y sacrificios rendían fruto. Pero lo que en su momento fue motivo de esperanza se convirtió en la prueba más cruel de que lo que se construye con sangre y dolor puede desvanecerse por la avaricia y la política.
Los cambios de gobierno derrumbaron instituciones completas. La política, más interesada en los reflectores que en la continuidad, desmanteló estrategias, canceló mandos, debilitó estructuras.
En la administración de Silvano Aureoles, el deterioro institucional se hizo evidente: se detectó un desfalco superior a 5 mil millones de pesos destinados a siete cuarteles policiales que nunca operaron como se prometió. Los recursos se esfumaron, y con ellos la confianza. Cuatro exfuncionarios fueron detenidos, pero el daño ya estaba hecho.
Mientras se apostaba por los abrazos en lugar de los balazos, los grupos criminales mutaron. El vacío de autoridad permitió el avance del Cártel Jalisco Nueva Generación, que hoy domina regiones completas. En Uruapan, el asesinato del alcalde Carlos Manzo —en plena plaza pública y tras haber denunciado amenazas— mostró que Michoacán es una herida abierta.
Y uno no puede evitar preguntarse si todo ese sacrificio valió la pena. Si valió que cientos de policías, hombres y mujeres, se alejaran de sus familias para cumplir con la patria de los hijos de todos los demás. Si valió que idealistas como Juan y Francisco entregaran su juventud, su salud y sus años de vida para ver cómo lo que ayudaron a construir se desmoronaba en manos de la política.
Hay un equipo en la federación que conoce bien estos temas, que vivió y aún carga las mismas heridas que Michoacán, que es efectivo. No tengo la menor duda de que volverán a conseguirlo. Pero la verdadera pregunta es otra: ¿cómo lograr políticas de seguridad pública que no sean efímeras porque alguien no tiene la voluntad de mantenerlas?
Porque en Michoacán —como en tantas partes del país— el problema no ha sido la falta de fuerza, sino la falta de continuidad, de visión y de institucionalidad. Y mientras eso no cambie, los años, los ideales y las vidas de quienes entregaron todo seguirán sin ser suficientes.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.

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