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Por Stephanie Henaro Canales

Hay acuerdos que se anuncian como solución histórica y no alcanzan ni para regar el patio trasero. El reciente pacto entre México y Estados Unidos sobre el reparto de aguas del Río Bravo es uno de ellos. Se vende como cooperación, pero es un parche diplomático disfrazado de entendimiento. Un gesto teatral para calmar tensiones en un momento en que las relaciones bilaterales necesitan maquillaje más que profundidad. Y como todo buen simulacro, funciona mientras no lo mires de cerca.

Vivimos en la era del poder escénico. No importa que no se gobierne, basta con parecer que se hace. Las guerras no se declaran: se transmiten. Los tratados no resuelven: se anuncian. Los gobiernos ya no ejercen el poder, lo interpretan. Como si estuviéramos atrapados en una eterna campaña electoral donde la gestión importa menos que la narrativa, y donde incluso la narrativa ya es solo un holograma. 

La política se volvió un acto de prestidigitación. Mientras el discurso agita la mano derecha, nadie ve lo que hace la izquierda. Lo verdaderamente importante no es el contenido, sino el encuadre. Las redes repiten hasta el cansancio slogans vacíos que reemplazan al pensamiento. La saturación es la nueva censura: cuando todo se dice, nada importa. Cuando todo se representa, ya nada es real.

 

Donald Trump cumple 100 días de regreso en la presidencia con una de las aprobaciones más bajas de su carrera, pero eso no le importa: su espectáculo no se basa en gobernar, sino en dominar el escenario. Ha entendido —como muchos otros— que la política ya no necesita ser real, solo reproducirse hasta que la gente olvide que alguna vez hubo diferencia entre lo verdadero y lo falso.

El problema es que los simulacros no solo sustituyen la realidad: la desgastan. Vaciados de contenido, los conceptos siguen circulando como si significaran algo. Hablamos de justicia, pero nadie la ve. Invocamos la democracia mientras elegimos entre opciones idénticas. Usamos la palabra “paz” para justificar más armas, más vigilancia, más control. Así, el lenguaje deja de nombrar para empezar a encubrir. Lo simbólico ya no revela: anestesia.

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