Por Stephanie Henaro Canales
Cuatro palabras bastaron para estremecer al mundo: Estados Unidos bombardea Irán.
Y lo que pareció un titular de manual —casi reciclado de viejas pesadillas geopolíticas— fue en realidad el rompimiento de un dique: 45 años de contención, diplomacia y ambigüedad estratégica reducidos a cráteres sobre las instalaciones nucleares de Fordow, Natanz e Isfahán.
Lo que hizo Donald Trump este fin de semana no fue solo atacar tres instalaciones nucleares. Fue dinamitar las líneas rojas de la política exterior estadounidense, reescribir su relación con el intervencionismo y, de paso, recordarnos que el poder —cuando se disfraza de espectáculo— deja de tener freno.
El bombardeo fue anunciado desde Truth Social, convertido ya en el verdadero canal diplomático del siglo XXI. Un mensaje, un ataque. Nada de congreso, resoluciones o alianzas. Solo el dedo de un hombre y la fascinación por la fuerza bruta. La Casa Blanca habló de un “éxito militar espectacular”. Como si esto fuera un videojuego.
El problema es que Irán no juega.
En respuesta, Teherán cerró el Estrecho de Ormuz, por donde transita el 20% del crudo mundial. En menos de 48 horas, el precio del petróleo superó los 120 dólares por barril. Europa entra en pánico. China activa reservas estratégicas. Y los países del Sur Global observan en silencio —porque ya entendieron que, en esta guerra, los que gritan demasiado terminan pagando la factura.
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