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Por Stephanie Henaro Canales

Un dron sobrevuela Valle de Bravo.

En tierra, nadie dice nada.

Después, alguien se apresura a explicar: no es militar, no es hostil, no es invasión… es “apoyo”.

Y entonces entendemos que la verdadera diplomacia ya no se firma: se sobrevuela.

El dron MQ-9B Guardian, de fabricación estadounidense, orbitó durante horas sobre una de las zonas más delicadas del Estado de México. No es un dron cualquiera: tiene capacidad de reconocimiento, pero también de ataque. Despegó desde Texas, llegó sin anuncio oficial, y fue detectado por plataformas civiles de rastreo. A la narrativa oficial le tomó casi un día reaccionar. El Secretario de Seguridad federal aclaró que se trataba de una operación conjunta, a solicitud del gobierno mexicano. Pero no mencionó cuál agencia pidió el vuelo, ni qué autoridad lo autorizó.

Mientras tanto, el sobrevuelo coincidía con tres hechos clave:

1. La entrega de 26 capos del narcotráfico mexicano a Estados Unidos, como parte de una “cooperación bilateral”.

2. La actualización de la alerta de viaje estadounidense, que ahora etiqueta a 30 estados mexicanos como zonas de posible terrorismo.

3. La revelación de que Donald Trump firmó una directriz secreta para autorizar el uso de fuerza militar contra cárteles designados como organizaciones terroristas extranjeras.

A eso se le llama contexto. O, si se prefiere, coreografía del poder.

Nos han entrenado para entender la soberanía como algo físico: una línea en el mapa, una bandera en lo alto. Pero el siglo XXI la redefine como un silencio estratégico. Hoy, la soberanía es lo que se negocia. Lo que se permite. Lo que se calla.

En México, la soberanía se mantiene mientras el dron sea “de apoyo”.

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