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Por Susana Moscatel

“Oh señor, deberás disculparme. A mi gente no puedo engañarla. Necesitan de mí, como yo necesito de ellos”, cantaba el cura Silvestre mientras contemplaba el agua que subía alrededor de su arca, aquella que había construido después de pasar por, literalmente milagros, para convencer a su pueblo que la construyera. “Eso es amor, según yo sé. Sí, eso es amor. Que de ti aprendí”. Y en ese momento, a pesar de que el segundo diluvio universal estaba ya comenzando a ahogar a los incrédulos, él se deslizaba por una cuerda para acompañarlos en su aparentemente trágico destino.

Me detengo un momento para contarles algo. No hay cosa que hubiera hecho Héctor Bonilla en su más allá que venturosa carrera que yo me hubiera perdido a propósito. No sé de absolutamente ningún otro actor en el mundo a quien le conociera semejante amor y dedicación por el teatro, el cine y sí, incluso las telenovelas cuando eran extraordinarias. Bueno, hasta amaba sus anuncios de Bacardí, aunque aún faltaba más de una década para que supiera lo que era el ron.

Hoy les voy a contar, sin embargo, a una semana de haberle dicho adiós de manera hermosa y profundamente emotiva a este hombre tan amado, del cómo hizo que nos enamoramos del arte, del teatro, de la vida, de los cuestionamientos humanistas. También  del mejor sentido del humor negro del mundo, por cierto. Pero por ahora regresemos a esa arca, que habían construido frente a nuestros propios ojos noche tras noche en el Teatro San Rafael cuando vimos por primera vez el Diluvio que viene, era 1978.

La niña original que se enamoró de nuestro cura Silvestre, sobre el escenario, es la fantástica Mónica Sánchez Navarro, quien tuvo que convencer a su papá, Dios en la obra y en el teatro mexicano, Manolo Fábregas, que ella era la actriz perfecta para interpretar a Clementina, aquella que no entendía porque su amor por el cura era “pecado”. Ella me contaba de cuanto la apoyó Héctor. Como le extendió la mano “Un nuevo sitio disponer” y toda la cosa. Santo trancazo de teología en mi primer musical. Sobre todo porque a mí muy corta edad ya conocía el término “agnosticismo” gracias a mi padre y de todos modos no éramos ni católicos. Mi primer amor fue Héctor Bonilla, el teatro musical y las discusiones intensas sobre temas universales en familia después de que cayera el telón.

Sé, porque he escrito, investigado y hablado ampliamente de ello con muchos, que El Diluvio que Viene en México fue un fenómeno sin comparación. Sé también que no entendía en esos tiempos la mitad de los temas que se ponían sobre la mesa, y cuando al fin pude tener esas conversaciones que anhelaba con el maravilloso, generoso y brillante Héctor descubrí, con aún más asombro, de lo arriesgado que había sido para los Fábregas e incluso para él, plantear en una “comedia musical” temas como que el celibato de un cura no es asunto  de Dios, sino de los hombres.

La puesta en escena Italiana original, presentaba a la autoridad eclesiástica como la verdadera interferencia que había entre un hombre de bien y el mismo Dios. Un Dios que llamaba por teléfono, causándole un ataque de pánico al cura de pueblo por informarle que iba a repetir eso de ahogar a todos, menos a quienes vivían en esa particular comunidad. Claro, después de que le colgara varias veces el teléfono pensando que alguien se burlaba de él.

Y sí, tuve la gloriosa fortuna  de llegar a trabajar con Héctor en obras que él dirigió (nosotros la adaptamos) pero lo que siempre agradeceré más fue como él, un hombre de ideas, familia, consecuencia y teatro, siempre se tomaba el tiempo para revisitar y explorar más a fondo esas cosas que sabía que a tantos nos había hecho quienes somos: amantes del teatro, de las grandes discusiones, de cuestionar todo. Y en el caso de mil niñas como Clementina, como yo y como tantas (y tantos) más que me lo han dicho: también pasó el resto de su larga y maravillosa vida escuchando que el cura Silvestre había sido nuestro primer amor.
Discúlpame, adorado Héctor, porque así como me sé letra por letra El Diluvio que Viene, en mi mente no dejo de escuchar esa belleza de poesía puesta en música que tu hermosa familia compartió hace una semana, el día que supimos que te fuiste. Cierras esa belleza de texto que escribiste como testamento hace años, en la que tú nos consuelas por tu propio adiós diciendo, “Se acabó la función, no estén chingando. El que me vio me vio. No queda nada”. Espero, Héctor, no estar chingando cuando digo que de ti, nos queda todo.

@SusanaMoscatel

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