Por Thelma Elena Pérez Álvarez*
El 6 de noviembre, Claudia Sheinbaum y Clara Brugada inauguraron el Centro Público de Formación en Inteligencia Artificial en el campus Tláhuac del Tecnológico Nacional de México y destacaron que será la escuela pública de inteligencia artificial (IA) más grande de América Latina.
El centro forma parte del programa México, país de innovación y de la estrategia MixtliDigital. Estas iniciativas tienen como objetivo democratizar el acceso a la tecnología y ofrecer certificaciones gratuitas por medio de vías tanto públicas como privadas a jóvenes interesados en ciencia y tecnología, quienes podrían recibir formación de manera presencial e híbrida a través de la plataforma SaberesMX, con el respaldo de grandes empresas tecnológicas como Microsoft, IBM, Ericsson, entre otras.
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Los cursos disponibles incluyen fundamentos de inteligencia artificial, aprendizaje automático, inteligencia artificial generativa (IAG), análisis de datos, ciberseguridad, entre otros. En esta primera fase, hay 10 mil plazas disponibles, de las cuales el 40% será para mujeres.
En sintonía, el 26 de noviembre, Ernestina Godoy difundió en su cuenta de Instagram el video: “¿Están listos para unirse a la revolución de la inteligencia artificial?”. Desde la narrativa oficial, se anuncian estrategias, se repiten consignas sobre innovación e inclusión, la soberanía tecnológica, así como la ética y el futuro digital. No obstante, cuando nos trasladamos al aula, al hospital, al Ministerio Público, al hogar sin conectividad, parece que dicha revolución se diluye. No es que la inteligencia artificial no esté presente en México: ciertamente existe, pero no transforma, ya que el desafío es, además de tecnológico, político, social y cultural.
En este contexto, en primer lugar, aparece la grieta de la desigualdad estructural, porque anunciar la revolución de la IA en un país donde más del 40% de la población se encuentra en situación de pobreza y donde persiste una brecha digital territorial, de género y generacional suena a ficción discursiva. Por ejemplo, la inteligencia artificial generativa requiere datos, conectividad, competencias en alfabetización digital, tiempo, y millones de personas en México carecen de estos recursos de manera sostenida.
Por tanto, la promesa básica, tanto publicitaria como propagandística, de la IAG en torno a potenciar las capacidades de la ciudadanía y optimizar la productividad, se convierte en un privilegio urbano, masculino y de clase media-alta y nos recuerda que, hasta el momento, la revolución no es inclusiva, sino selectiva.
Una segunda fractura se encuentra en la alfabetización mediática e informacional; recordemos que la inteligencia artificial generativa no solo se utiliza: también se interpreta, se cuestiona, se audita y, en México, tanto la administración educativa como la gobernanza requieren impulsar el pensamiento crítico, las competencias digitales, la comprensión algorítmica, la transparencia y la rendición de cuentas.
Por ejemplo, la narrativa del gobierno incentiva el uso de plataformas y herramientas de inteligencia artificial generativa sin abordar cómo funcionan, qué sesgos y violencias reproducen, a quién pertenecen los datos que generan o cuáles son los desafíos geopolíticos y ambientales asociados a su desarrollo y expansión. A partir de vacíos como los anteriores, la IAG no se transforma en herramienta, se consume, pero no se comprende; se celebra, pero no se gobierna.
A lo anterior, hay que sumar un Estado que incorpora la inteligencia artificial tanto para optimizar trámites como para monitorear y gestionar bases de datos, pero esquiva el debate, por ejemplo, acerca de cómo el perfilamiento y el ciberpatrullaje atentan contra los derechos digitales, así como su responsabilidad de garantizar estos derechos. En un país marcado por la violencia, la impunidad y la desconfianza en las instituciones, la implementación de sistemas automatizados sin considerar fundamentos éticos no constituye innovación, sino riesgo.
Igualmente, la ausencia de una regulación definida (sigue en discusión la aprobación de la Ley Federal para el Desarrollo Ético, Soberano e Inclusivo de la Inteligencia Artificial, que fue presentada en abril por los grupos parlamentarios de Morena y del Verde Ecologista de México en el Senado de la República) y la carencia de mecanismos de auditoría independientes suscitan la inquietud de que la “revolución de la IA” pueda ser percibida más como estrategia de marketing para negocio político que como política pública integral.
Finalmente, no olvidemos el componente simbólico. El programa México, país de innovación y la estrategia MixtliDigital, así como las certificaciones ofrecidas en el Centro Público de Formación en Inteligencia Artificial, emplean nombres, eslóganes, regiones y localizaciones que podrían sugerir justicia social. El relato involucra a personas que pertenecen a colectivos con los que el Estado tiene una deuda histórica de empoderamiento y, al mismo tiempo, representan públicos objetivos cruciales: hombres y mujeres jóvenes, discriminadas, en los márgenes y no solo de una ciudad.
Estos y estas jóvenes podrían beneficiarse de las certificaciones y de una vinculación con el mercado laboral, siempre que el simbolismo esté respaldado, desde el inicio, por presupuestos específicos, realistas y sostenibles para que la revolución de la inteligencia artificial en México no se quede simplemente en un discurso gubernamental.
*Thelma Elena Pérez Álvarez es docente en comunicación digital, publicidad y marketing en universidades de España y México. Trabaja activamente para que el Estado mexicano garantice el derecho humano a la alfabetización mediática e informacional.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.

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