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Por Yessica de Lamadrid

Asumir el poder no es llegar a una fiesta, es entrar a una sala de crisis. Sin embargo, muchos políticos, al estrenar su cargo, se comportan como si la victoria electoral fuera el fin del camino, y no el principio de una responsabilidad monumental. Uno de los errores más comunes —y más graves— es confundir lo urgente con lo importante. Atender llamadas, girar instrucciones, inaugurar obras que otros gestionaron, puede sonar a trabajo, pero no es gobernar. Mientras tanto, lo importante —diseñar una estrategia de gobierno, diseñar políticas públicas, fortalecer instituciones, trazar el rumbo— queda postergado y en la mayoría de las ocasiones, relegado a letra muerta que se “tiene” que entregar para cumplir con los requisitos administrativos. Y cuando se quiere reaccionar, ya es tarde.

Otro error brutal es llenar los puestos clave con amigos, compadres y leales de campaña, sin considerar si tienen el perfil, la experiencia o la ética para el cargo. Gobernar no es pagar favores, es tomar decisiones que afectan la vida de las personas que depositaron su confianza en un político, pero también de los que NO lo hicieron, quienes terminan siendo sus críticos más férreos. Un gabinete armado como si fuera un club de confianza termina colapsando por ineficiencia, corrupción o lo más grave, la simple improvisación. Y cuando los resultados no llegan, el costo lo paga la ciudadanía.

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