Por Yohali Reséndiz
La vida para Alma Elena Sánchez Marcelo sería distinta en la Ciudad de México. Se había despedido unas horas antes de su familia en Chiapas entre lágrimas de tristeza y una mezcla de nervios y emoción a principios de mayo de este año.
Nunca mencionó más datos de su “amigo” —más que los elementales—, sólo que la había invitado a trabajar a la gran urbe.
A sus 30 años, Alma Elena traía un saco de esperanza y la promesa de regresar al pueblo con la cabeza en alto. Así llegó al que sería, durante los siguientes meses, el empleo que la sostendría emocional y económicamente.
Al estar frente a la calle que le marcaba Google Maps leyó: Zempoala, y buscó el número 104. La colonia Narvarte Oriente, en la alcaldía Benito Juárez, era para ella un mundo novedoso. Su nuevo trabajo le prometía una oportunidad tras una vida de estancamiento.
Cuando llegó al lugar, “Toño”, el cuidador nocturno de la obra, le explicó que se trataba de una construcción habitacional del Instituto de Vivienda (INVI). Alma entró sin saber que ese mismo día sería violentada y asesinada.
Alma no volvió a llamar a su familia. La ausencia los desesperó: marcaban una y otra vez a su número celular, pero sólo contestaba el buzón. La angustia crecía. Hasta que la madre de Alma, con voz temblorosa, llamó al celular de “El Toño”, el hombre que la había invitado a trabajar en la ciudad. Se congeló al escuchar la respuesta: Alma se había regresado a Chiapas.
—¿Cómo? ¿Y no se los dijo?
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