Por Yohali Reséndiz

Atrás ha quedado la idea de que trabajar para el gobierno es un privilegio.
Hoy, para cientos —si no es que miles— de mexicanos, trabajar en la administración pública ya no significa tener acceso a una mejor vida ni a un mejor sueldo. La realidad es completamente distinta.
De acuerdo con fuentes a las que tuve acceso y testimonios confidenciales recabados por esta periodista, dentro del Servicio de Administración Tributaria (SAT) se vive una atmósfera que nada tiene que ver con la estabilidad que históricamente se asoció al empleo público. Lo que alguna vez fue sinónimo de certidumbre, hoy es una estructura de miedo, vigilancia y maltrato.
En varias entrevistas realizadas a servidores públicos, la pregunta fue simple: ¿cómo se sienten al tener un “empleo seguro”? Las respuestas, sin embargo, revelan un escenario alarmante.
“Es como ser un convicto, donde todo lo que haces es monitoreado, vigilado y medido. Para poder permanecer como trabajador, te mandan a pruebas de confiabilidad que parecen de película, donde te tratan como si hubieras cometido un delito, poniendo en duda lo que eres como ser humano.”
El sufrimiento de los empleados en Hacienda no termina ahí. Sentirse como delincuente es, dicen, el pan nuestro de cada día.
“Al principio no lo ves así, pero ahora podemos decir que sufrimos de violencia y acoso laboral.”
La mayoría de quienes ahí laboran han visto, presenciado y vivido el acoso y la violencia por parte de jefes inmediatos, administradores o subadministradores. Se burlan, ignoran o convierten cualquier desacuerdo en un problema personal.
“Si necesitas apoyo, cualquier molestia que tengan contigo se convierte en un tema personal.”
Hay empleadas acosadas por sus jefes que no denuncian por miedo a ser despedidas, señaladas o relegadas. Otras viven bajo tanta presión que parecen máquinas: trabajan a destajo, sin margen de error, y con el reloj marcando cada movimiento.
“Si te tardas, es motivo para que te despidan o te señalen de corrupto.”
Cada noche, la preocupación se convierte en daño físico y mental. Los trabajadores califican su entorno como tenso y hostil. Muchos presentan ataques de pánico, ansiedad y depresión. Algunos incluso destinan parte de su sueldo a pagar terapia psicológica y medicación.
“Los superiores hacen que nos dividamos como equipo y generen favoritismos. La encuesta de clima laboral fue un fiasco: solo unos pocos se atreven a hablar y, a pesar de las pruebas entregadas, no hay ningún cambio significativo.”
De acuerdo con documentación interna a la que también tuve acceso, las denuncias sobre acoso y hostigamiento se acumulan sin resolución clara. A las compañeras sindicalizadas les han prohibido ir al baño —algunas recurren al uso de pañales—, les revisan el equipo de cómputo y reciben comentarios denigrantes. Los compañeros con experiencia han optado por jubilarse, mientras que muchos nuevos son jóvenes inexpertos, “hijos de papi” o excolaboradores de campañas políticas.
En el SAT, tanto empleados de confianza como sindicalizados han sufrido la pérdida de derechos sin explicación: les han quitado estacionamientos, los jefes de departamento y el coordinador fiscal en la delegación oriente acumulan denuncias de malos tratos y acoso sexual comprobable.
Los estudiantes de servicio social y prácticas también son víctimas del entorno tóxico. Les roban horas de servicio, los evalúan mal por no ser del agrado de los encargados, y los humillan públicamente. La falta de respeto a la dignidad y los derechos de los trabajadores es alarmante.
La presidenta Claudia Sheinbaum ha señalado que no habrá incremento salarial para los servidores públicos, a pesar de la inflación y la pérdida del poder adquisitivo. La escasez en varias oficinas es evidente: no hay jabón en los baños ni papelería suficiente para trabajar.
“Sí, muchos trabajadores tienen que comprar cosas necesarias para el trabajo con su propio dinero. No toman en cuenta nada, solo lo que hacemos mal. Soportar todo esto por un sueldo miserable… Varias prestaciones ya no existen.”
Los empleados tienen miedo de hablar porque saben que una sola palabra puede costarles el único ingreso que tienen.
“Estamos cansados… ¿hasta cuándo va a parar todo esto? ¿Hasta que nos corran por pérdida de confianza? ¿Y entonces ser servidor público es tener la mejor vida?”
La realidad es que, para muchos trabajadores del gobierno, ser servidor público ya no significa servir, sino sobrevivir. Entre el miedo, el silencio y la falta de dignidad laboral, el Estado ha olvidado que detrás de cada escritorio hay una persona.
Y aunque los discursos oficiales hablen de transformación, justicia y bienestar, lo que se vive en el SAT —y en muchas otras dependencias— es un retroceso en los derechos laborales, en la empatía institucional y en el valor mismo del servicio público.
Porque no hay transformación posible cuando la maquinaria del Estado funciona gracias al sufrimiento de quienes la mantienen en pie.
El gobierno puede presumir estabilidad, recaudación y eficiencia, pero si sus propios trabajadores viven aterrados, enfermos y silenciados, el sistema no recauda justicia, sino desesperanza.
Y en ese infierno burocrático, los verdaderos evasores no son los contribuyentes… sino las autoridades que evaden su deber de humanidad.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.

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