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Por Yohali Reséndiz
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Me quedé inmóvil. No supe qué hacer. Sentía lo que él hacía detrás de mí y no lo frené; no supe cómo reaccionar. Pensaba que, si alguien se daba cuenta, me daría mucha vergüenza, y actué como si no me estuviera haciendo nada. Sentí en mis nalgas cómo la verga le iba creciendo y le palpitaba; sentía su respiración en mi oído y luego cómo su mano temblorosa se manipulaba de arriba abajo y después la meneaba rápido hasta que terminó. Ni siquiera tuve el valor de mirarlo.

Al bajarme del transporte público me llevé la mano al pantalón y sentí el semen embarrado. Me eché a llorar. Limpié mi mano con el suéter, limpié también mi pantalón, busqué unas monedas y llamé a mi casa. No llegué a la escuela: me senté en una banqueta y esperé a que mi papá me rescatara.

La segunda vez la tengo más presente. Apenas había abierto la pierna para subir al transporte cuando un desconocido metió la mano y, en un segundo, me tocó la vagina con sus dedos desde el frente hasta las nalgas.

Reventé.

La sangre me hirvió y, al voltear, él caminaba, me miraba y, retador, se chupó los dedos y me sonrió burlonamente.

Esa segunda vez fue distinta a la primera, porque —contra todos sus pronósticos— me bajé del transporte, me quité las zapatillas y, descalza, lo seguí. Él, confiado en que no pasaría nada, se detuvo en un puesto a comprar un cigarro. Tomé vuelo y le clavé el tacón por la espalda, en la frente.

—No me vuelvas a tocar, hijo de puta —le grité, entre nervios y coraje.

La sangre comenzó a brotar y, por inercia, él se agachó. La señora del puesto metálico empezó a gritar pidiendo ayuda, y el hombre tenía ambas manos en la cabeza. Supongo que le dolió. Entonces llegó el policía del crucero corriendo y preguntó:

—¿Qué pasó?

—Este hijo de la chingada me metió la mano cuando iba a subir al micro y me tocó —expliqué temblorosa.

Afortunadamente el policía me creyó y solicitó una patrulla. Me preguntó:

—¿Hija, quieres denunciarlo?

Entonces recordé a mi papá, cuando en casa, llorando, le conté lo que me había hecho un desconocido. Me abrazó y me dijo:

—No vuelvas a dejar que nadie te toque. No te dejes. Grita. Si vas en el metro, jala la palanca. Busca un policía y que pida una patrulla. Me llamas y hasta donde estés, yo llego. Nunca les tengas miedo.

Así que acepté, y en lugar de ir a la escuela, terminé en una agencia del Ministerio Público.

En aquel tiempo todo fue rápido. Yo era menor de edad (14 años) y él ya un ruco treintañero. Lo consignaron. Mi papá estuvo conmigo todo el proceso.

A partir de ahí, me empoderé. Y cada vez que algún cabrón me repegaba la verga, les juro que el desmadre público que armaba les hacía desear no haber nacido.

A más de tres les rompí la nariz de un puñetazo —la clave siempre fue pegarles con el puño cerrado, de arriba hacia abajo—.

Luego opté por subir al transporte con un seguro abierto, lista para picarlos si sentía algo raro. Me valía madre todo. Me defendí como podía. Era el todo por el todo.

Después, les hacía los escándalos más chingones; algunos incluso me ofrecieron disculpas.

A mis 17 años, mis padres me regalaron mi primer auto y pocas veces después de esa edad he tenido que usar transporte público. Lo detesto. Lo alucino. Me desquicia. Le tengo tirria. Me peleé con varios hombres defendiendo a otras chicas… hasta que, por salud mental, decidí no volver a usar transporte, a menos que no tuviera otra opción.

¡Somos millones de mujeres las que hemos sido tocadas por un desconocido en el transporte público!

¡Millones de mujeres hemos recibido frases denigrantes por parte de desconocidos envalentonados cuando están juntos!

¡Y millones más que hemos recibido miradas lascivas en el trayecto a la escuela o al trabajo!

El martes pasado miré una y otra vez el video en el que un hombre intentó tocar a Claudia Sheinbaum. Lo que vi no fue a una presidenta, sino a una mujer que no sabía qué pasaba, “chiveada”, incómoda, sin saber qué hacer ni cómo reaccionar ante lo que ese desconocido hizo públicamente.

Su reacción es la que tuvimos —tenemos— millones de mujeres en nuestra primera experiencia de acoso y abuso público.

No sé ustedes, pero yo observé a una Claudia avergonzada y, al mismo tiempo, compasiva, porque “su agresor” tenía aliento alcohólico y “en un arranque” pudo “no saber lo que hacía”, aunque las posibilidades de no saberlo son mínimas. Entré en shock cuando ella dice que sí se van a tomar una foto, como si quisiera desviar la atención de la gravedad del tocamiento.

Ahí pausé el video y me vi en la cara de Claudia cuando fue mi primera vez. El mismo rostro de desconcierto.

Miré el rostro de varias mujeres que, en un vagón del metro, iban asustadísimas porque un cabrón les frotaba la verga en las nalgas mientras él volteaba a otro lado, haciéndose pendejo, y ellas seguían ahí, incómodas, sin poder moverse porque no había a dónde hacerse.

Mientras miraba el video, volví a pausar y pensé:

¿Qué sintió Claudia después de verse a sí misma rodeada de decenas de personas, pero sola, presa de un depredador, sin reaccionar? Ella dice que no lo sintió, y eso me da tranquilidad, porque de otra forma no podría asimilar su reacción.

Hemos sido millones de mujeres cuya experiencia cambió para siempre la forma de reaccionar cuando un cabrón —o varios— se ha atrevido a tocarnos o faltarnos al respeto, porque creen que pueden y lo hacen.

Uriel Rivera Martínez no invadió el espacio de la presidenta: con su acción, nos tocó a todas.

Eso que hizo es lo mismo que han hecho tantos hombres: tocamientos y abusos sexuales a millones de mujeres que son víctimas de quienes, como él, se creen con derecho sobre nuestros cuerpos.

Claro que me habría gustado ver a la Claudia encabronada —de manera natural, porque la acción lo exigía—, como cuando en la mañanera le hacen preguntas incómodas y se nota que el enojo la transforma.

Me habría gustado ver su poder femenino, su indignación, su coraje, cuando le dijeron ahí lo que pasaba. Pero no. Eso no lo vi. Y eso me regresó al “sí, estamos solas” y al “no llegamos todas”.

Quizá la calma de Claudia Sheinbaum en esta situación tan inesperada puede verse como estabilidad, como un acto de confianza en las instituciones públicas. Pero la verdad es que cuántas mujeres se dan por vencidas cuando van a un MP a denunciar. No hay respaldo. Y quienes denuncian se sienten solas.

Reitero: me habría gustado más, mucho más, ver la reacción de Claudia, la mujer tocada en público.

Ahora sé que lo denunció, no esperaba otra cosa. Pero me pregunto: ¿esta horrible experiencia ayudará a que la presidenta Sheinbaum emprenda una cruzada contra el acoso sexual? ¿Ahora sí las denuncias serán consideradas graves y los hombres tendrán consecuencias? ¿Ahora sí habrá empatía de la autoridad y capacitación para atender a quienes se sienten agraviadas por un manoseo sin llamarlas locas o exageradas?

¿Ahora sí?

✍🏻
@yohaliresendiz

Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.


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