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Por Adriana Sandoval

En los últimos años, la inflamación se ha convertido en el fantasma que todo lo explica. Te duele la cabeza: inflamación. Te sientes cansado: inflamación. No te entra el vestido de hace dos años: inflamación. Y claro, influencers, gurús del bienestar y marcas de suplementos están felices: si todo inflama, necesitamos un producto o mejor varios, para desinflamarnos. Así que el pan, el café, los lácteos, el aire de la ciudad, el estrés, el mal dormir…  todo inflama y la lista, es tan larga, que a veces parece que vivir en el planeta Tierra es un factor de riesgo.

El problema de estas simplificaciones es que perdemos de vista que la inflamación es también nuestra aliada más antigua. El término viene del latín inflammare, “prender fuego”, y no es metáfora: a nivel celular es exactamente eso. Un incendio controlado: aumenta el flujo sanguíneo, se dilatan los vasos, las células de defensa llegan en tropel, se liberan moléculas señalizadoras… todo para reparar un daño o eliminar una amenaza. Esa es la inflamación aguda: intensa, breve y necesaria. Sin ella, un rasguño, una fractura o una infección podría costarte la vida.

El problema real es otro: la inflamación crónica de bajo grado. Esa que no da fiebre, no enrojece, no avisa… pero no se apaga nunca. Un fuego lento que consume despacio y produce un humo invisible que daña silenciosamente. Estudios como el Nurses’ Health Study y el Framingham Heart Study han demostrado que niveles persistentemente elevados de sustancias que se producen por inflamación crónica,  aumentan el riesgo de infartos, diabetes tipo 2, deterioro cognitivo e incluso ciertos cánceres.

En México, la ENSANUT 2021 señala que el 75% de la población adulta tiene sobrepeso u obesidad. Y aquí viene el dato incómodo: el tejido adiposo no es una bodega pasiva de energía; es un órgano activo que fabrica y libera sustancias inflamatorias. Traducido: millones de personas viven con su sistema inmune ligeramente encendido las 24 horas, todos los días.

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