Por Adriana Sandoval
En México, la muerte no se esconde: se viste de colores, se adorna con flores y se invita a la mesa. Cada noviembre, abrimos las puertas de casa para recibir a los que ya no están y lo hacemos con pan, mole, tequila, flores, calaveras de azúcar y velas encendidas. Nadie como nosotros para reírnos de la muerte. La domesticamos, la convertimos en poesía, y la tratamos de “tú”. Pero quizá, en esa confianza, también hemos aprendido a tomar a broma la vida.
Nuestra relación con la muerte es culturalmente luminosa. En ella se mezclan la herencia indígena (el ciclo natural de vida y muerte) con el sincretismo religioso y un humor que desafía lo inevitable. Sin embargo, ese espíritu festivo a veces se convierte en anestesia colectiva. Nos reímos de la muerte mientras descuidamos lo que nos mantiene vivos: nuestra salud, la alimentación y nuestros hábitos.
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