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Por Ángeles Mariscal

La presidenta Claudia Sheinbaum Pardo entregó esta semana una nueva ofrenda al presidente Donald Trump, en el marco de la formación de la caravana migrante que el pasado 6 de agosto salió de la ciudad de Tapachula, Chiapas. No se trata de una figura política de las que se ocupa de los reflectores nacionales, se trata de un hombre llamado Luis García Villagrán, un abogado y activista promigrante al que quieren hacer pasar por un gran traficante de personas.

Villagrán fue detenido en Tapachula la víspera de la salida de la caravana por personal de la FGR, en un operativo donde intervino la SEDENA y otras fuerzas de seguridad.

En medio de las múltiples crisis que enfrenta su gobierno, fue un hecho que pasó casi desapercibido en la agenda nacional. Sin embargo, independientemente de que Estados Unidos se crea la historia del gran traficante de personas detenido, el hecho tiene trascendencias simbólicas y concretas importantes para la población migrante multinacional y para organizaciones de la sociedad civil que trabajan con este sector, a quienes intenta debilitar.

Primero el antecedente. Quienes vivimos en la frontera sur somos testigos del incremento constante de los flujos migratorios que han crecido de forma exponencial conforme crece la violencia criminal, la corrupción de los gobiernos de los países de origen, la pobreza y las catástrofes naturales. Las primeras olas migratorias provenían de la población centroamericana que huía de la devastación de sus tierras y de su economía tras el huracán Mitch (1998). Miles de personas fallecidas y tierras siniestradas en Guatemala, Honduras, El Salvador y Nicaragua los expulsaron de sus hogares. Vieron como salida llegar a Estados Unidos, donde ya se encontraban familiares que habían huido de las guerras civiles y dictaduras de sus países.

La población migrante centroamericana, por breve tiempo, cruzó la frontera sur de México casi sin problemas, obteniendo permisos de entrada que se distribuían en las tres garitas migratorias pagando solo una cuota accesible. Hasta que empezaron a ser vistos como una fuente de ingresos tanto por el entonces grupo criminal de Los Zetas —que los secuestraba para pedir a sus familias dinero a cambio de liberarlos— como por agentes del Instituto Nacional de Migración (INM), que ahora vendían permisos de tránsito o visas a cambio de no detenerlos.

Recuerdo de esa época dos testimonios de personas que trabajaron en el INM. Uno de ellos, un agente que me dijo: “Yo me oponía, así que cuando mis compañeros iban a los operativos [de detención de migrantes, donde iban a extorsionarlos para dejarlos transitar], me decían ‘tú no vayas’, quédate a descansar. Regresaban con fajos de dinero y llegó el momento en el que, para contarlo, compraron una máquina para contar dinero”.

Otro testimonio es de una mujer que trabajó en las oficinas de la ciudad de Tapachula; coincidía en el hecho de que al interior de la dependencia tenían cajas contadoras de billetes. “Mandaban pedir comida de restaurantes, nos invitaban a todas, nos daban regalos, perfumes caros… eran espléndidos con quienes nos quedábamos en las oficinas… así nadie hablaba, nadie preguntaba”.

En las dos décadas siguientes el flujo migratorio fue vertiginoso e imparable. Las calles de las ciudades fronterizas de Chiapas se llenaron de población proveniente de África, Asia y el Caribe, quienes buscaban llegar a Estados Unidos. Con ellos aparecieron de manera más evidente grupos de traficantes de personas que han pasado de extorsionarlos en el camino a manejar grandes flujos desde los países de origen, siempre en confabulación con autoridades. El tráfico de personas es un negocio comparable en ganancias al narcotráfico.

La presión contra la población migrante vino también a través de la política formal de los países de origen, tránsito y destino. En el caso del gobierno mexicano, indudablemente presionado por el endurecimiento de la política migratoria de Estados Unidos.

En la cadena de sucesos, en México destaca que en octubre de 2018 más de 10 mil migrantes se juntaron en el puente que comunica este país con Guatemala y entraron en caravana; el objetivo era —dijeron— entrar juntos y protegerse de grupos criminales y de agentes migratorios corruptos. Inició la época de las caravanas.

Meses después, a la entrada de su gobierno (diciembre 2018), el expresidente Andrés Manuel López Obrador dijo que iba a haber una entrada casi libre para este sector y otorgó cientos de permisos migratorios. No tardó en ser llamado por Estados Unidos. Ese país exigió a México una política de contención y amenazó con incrementar los aranceles, al igual que ahora. El expresidente se doblegó, creó la Guardia Nacional (marzo 2019) y mandó a esta fuerza de formación militar a estrenarse conteniendo a la población migrante. Un cambio radical en pocos meses.

Los migrantes no han caminado solos. Conforme se fue endureciendo la política de contención y la presión de los grupos del crimen organizado —quienes ahora tienen entre sus mejores ingresos al tráfico de personas—, personas, grupos y colectivos crearon organizaciones formales que buscan cambios en la política migratoria y trabajan por la defensa de los derechos a migrar y por el respeto a los derechos de este sector. Sus integrantes provienen desde grupos religiosos como el Servicio Jesuita; de estudiantes y académicos de diversas universidades como la Iberoamericana; o de ciudadanos en lo individual, como Luis García Villagrán.

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