Por Consuelo Sáizar de la Fuente

A José Calafel, también hombre de letras y números.
En Entre libros y editores, René Solís convierte la memoria en pedagogía: cada episodio, una lección; cada anécdota, un mapa para sostener un oficio que vive entre la precisión del número y el hechizo de la palabra. El editor que ignora los estados contables conduce a la quiebra a una editorial; el que olvida la literatura jamás logra prestigio.
Al revisar el pasado de acuerdos cara a cara —donde la confianza se sellaba con un apretón de manos—, Solís ilumina el presente de algoritmos y pantallas, recordando que la técnica cambia, pero el propósito permanece: llevar un libro a su lector.
La historia del libro también se escribe con lo que se ignora: contratos negociados hasta la madrugada, facturas que son esperanza de supervivencia de una editorial, textos que nunca llegaron a la página impresa. Este libro de recuerdos está escrito sin complacencia, pero con respeto; con ironía y conocimiento; con la certeza de quien descubrió temas y autores, y dominó las finanzas y el mercado.
René Solís —tal vez el último gigante de los míticos editores del siglo de la edición de papel—dirigió el Grupo Planeta México entre 1996 y 2002. Presidió la Fundación México en Harvard.
Trabajó en una compañía de llantas y en el extinto Aurrerá. Fundó Música en México para que la música clásica encontrara nuevos oídos. Durante dos décadas condujo Promexa, donde editó enciclopedias, colecciones de literatura y distribuyó cientos de miles de libros. Abrió canales de comercialización que aumentaron los niveles de lectura. Su biografía es más que un recuento curricular lleno de éxito: es el testimonio de una vida que ha sabido combinar educación y placer, talento y vocación, disciplina y pasión, letras y números.
Es necesario que se escriban y se publiquen más libros como el de Solís. En un país donde las historias del trabajo editorial suelen perderse en conversaciones privadas, en archivos olvidados o en la pereza de la memoria, este volumen rescata no sólo los recuerdos de un editor, sino la cartografía de un oficio. Sin testimonios así, el mapa cultural se llena de zonas en blanco. El olvido es rápido; la reconstrucción, lenta y siempre incompleta. Y el aprendizaje de las nuevas generaciones se dificulta.
En Entre libros y editores no hay retórica heroica: hay observación y distancia, inteligencia crítica y reflexión; fórmulas para la edición y sugerencias para mejorar el universo de los libros.
A mitad de la lectura uno nota que no es un libro para iniciados: es un manual encubierto para cualquiera que quiera entender cómo funciona el engranaje editorial, y dónde suele romperse.
“Todavía hay nuevas formas de vender libros. Solo se trata de inventarlas, organizarlas y
ponerlas en práctica. Hay millones de lectores potenciales ahí afuera, y hay que salir a
buscarlos.”
La frase que mejor resume este texto —y que podría servir de epitafio para el oficio— es
ésta: “La función primordial de un libro es que se lea.” No es un ideal, es un objetivo. Y así lo deja claro Solís: un libro que no circula es un libro muerto. El mercado, esa entelequia de la cultura, es el intermediario inevitable entre la tinta y los ojos.
Su llegada al mundo editorial fue más que un acto de fe: fue obra del azar, la consecuencia de un encuentro casual en una reunión en los años setenta. Así conoció a Harvey Poppel, que traía de Argentina la experiencia de un boletín económico breve y preciso, vendido por suscripción directa a empresarios. Ni kioscos ni librerías: entrega en mano al lector específico. De esa experiencia aprendió que el contenido y el modelo de negocio son inseparables. Que un libro puede ser extraordinario y, al mismo tiempo, invisible si no está en el lugar donde lo puede encontrar un lector.
La lectura del libro remite inevitablemente a mi maestro John B. Thompson y su Las guerras del libro. El académico de Cambridge describe el campo editorial como un territorio en disputa, donde conglomerados, plataformas digitales y librerías independientes compiten por dominar la cadena que une autor y lector. Si Thompson retrata esas guerras en el plano global, Solís personificó su versión mexicana: no con discursos, sino con estrategias comerciales y culturales que permitieron a las editoriales solventar la irrupción de las multinacionales, los cambios tecnológicos y la presión de los grandes distribuidores. Sus batallas no fueron titulares, pero se libraban en mesas de negociación y planes editoriales: condiciones justas con librerías, colecciones que aseguraban ventas sostenidas, espacios para libros que no encajaban en la moda.
Con formación de administrador y conciencia de financiero, Solís es un cartógrafo de la cultura, trazando el terreno donde las letras se abrazan con los números. “Siempre me he considerado un administrador a pesar de que buena parte de mi vida profesional fui editor. Pero lo que despertó esta otra faceta fue el interés y la pasión por los libros que han estado presentes a lo largo de mi vida.” Un libro sin modelo de negocio es un castillo de papel en un vendaval. El contenido y la estrategia comercial no son fuerzas opuestas, sino las dos manos que sostienen el mismo libro.
Promexa fue su laboratorio más audaz. Inició importando colecciones para supermercados —un tomo semanal, un imán para nuevos clientes que se convertirían en lectores—, más que como estrategia comercial, como una liturgia inédita de la ilustración: “Desde que comenzamos Promexa, tuvimos en mente la idea de distribuir libros para integrar una biblioteca familiar.” Llevar la cultura al carrito del pan dialoga con Gabriel Zaid en Los demasiados libros: para Zaid, el problema no es la falta de títulos, sino la sobreproducción y la escasez de lectores.
Solís ofreció una respuesta práctica: no lamentar la falta de lectores, sino crearlos.
Replanteó canales de distribución, convirtió la venta en una estrategia cultural. Sus críticos lo acusaban de rebajar la literatura al venderla junto a las frutas; sus aliados —Paz, Pacheco, Monsiváis, Rulfo— entendían que esa audacia era la condición para ampliar la base de lectores.
Carmen Balcells, veterana de sus propias guerras editoriales, lo respaldó. Su éxito desarmó las críticas: respetar la alta literatura y llevarla a un público masivo no es contradicción, es coherencia.
En un tiempo en que los algoritmos dictan tendencias, Solís exige que el editor sea guardián crítico de la cultura, un mediador que no se somete a la moda. Sus lecciones son flechas contra la complacencia:
El prestigio no sustituye a la distribución.
Una idea brillante, mal vendida, es un fracaso disfrazado.
Un libro no leído no existe.
Su método, revelado en prosa sobria y afilada, es claro: la edición es un arte de paciencia y azar, como lanzar una botella al mar y después encontrar el mensaje. “Publicar sin imaginar al lector es un derroche inútil.” La lectura forja ciudadanos libres, pero sin lectores, la literatura es un eco sin destino. La tecnología, lejos de ser enemiga, ofrece opciones infinitas para la cadena de valor.
El editor debe inventar y organizar nuevas formas de vender libros, porque hay millones de lectores potenciales esperando que alguien salga a buscarlos.
Un libro que no circula es una ilusión rota. Solís ha dedicado su vida a cumplir las ilusiones del talento ajeno, con la certeza de que todo buen texto tiene más de un lector. La cultura no es espontánea: es una red de oficios prosaicos que hacen posible la poesía. Y, afirma Solís, está más allá del precio.
Este testimonio es para libreros, escritores, lectores, agentes literarios, y para quienes aspiran a serlo. No es un manual, pero es una lección. Más que una historia oficial, es la historia verdadera de un oficio que combina la precisión de la contabilidad y la incertidumbre de la literatura.
Al cerrar Entre libros y editores, uno entiende que la edición no es sólo producir libros, sino pensar la lectura y construir cultura. El editor, lejos de ser un mito romántico, es un mediador que tiende puentes entre un autor y un lector que tal vez nunca se conozcan. Y un libro, hasta que no es leído, sigue siendo —literal y metafóricamente— un libro intonso.
Solo un reproche de colega: Entre libros y editores es demasiado breve para quien tuvo una vida que podría llenar varios volúmenes. La brevedad deja una sensación de que algunas batallas merecían más páginas, más anécdotas, más nombres. No coincido con lo que considero su incomprensión del Fondo de Cultura Económica, pero ese será el tema del primer café que invitaré a tomar a uno de los hombres del libro que más admiro.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.

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