Por Desiré Navarro
En México, ser joven se ha convertido, demasiadas veces, en una sentencia no escrita. Una condena que se lleva en la piel antes de cumplir los veinte. Son miles los muchachos que caminan a diario sobre una cuerda floja tendida entre la esperanza y la desesperanza. Y en ese vacío, en esa fragilidad, los grupos criminales encuentran el terreno perfecto para cazar. No hablamos de números: hablamos de rostros, de sueños rotos, de vidas arrancadas antes de florecer.
La primera herida es la del reclutamiento forzado. Historias de engaños disfrazados de ofertas laborales en maquilas, en campos de cultivo o en supuestas agencias de seguridad. Trampas que se repiten una y otra vez. O muchachos aún más pequeños, arrancados de sus casas desde la pantalla de un videojuego, donde alguien promete dinero fácil y los invita a “misiones” que, fuera de la ficción, significan espiar, transportar armas o disparar por primera vez. Historias como la del Rancho Izaguirre no son excepciones, son señales de una maquinaria que se repite: jóvenes desaparecidos que aparecen en morgues, en listas de detenidos o en los noticiarios como carne de cañón del crimen.
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