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Por Diana J. Torres

Vengo de una familia atea. Bueno para ser más precisa de una mamá atea y de un papá agnóstico, es decir, que cree un poco en todo y mezcla religiones como quien se hace un milkshake en la mañana. En cuanto a la navidad respecta, durante mi infancia, mis jefes trataron de seguir un poco al rebaño para que no me sintiera más rara y antisocial de lo que ya era y que tuviera también los dichosos regalos como lxs otrxs niñxs (que finalmente es lo único que a una criatura le importa de la navidad). Entonces poníamos el arbolito, el pesebre y mi mamá cocinaba algo muy rico la noche del 24 (eso es lo único que sigue haciendo) y despertábamos con el árbol regado de presentes el 25. Evidentemente, desde bien chiquita (cuatro o cinco años) supe que los regalos provenían de mis progenitores. Cuando me surgió la duda de dónde salían aquellos objetos y escuchaba a mis compañeritxs en la escuela platicar sobre Papa Noel, mis padres me respondieron que los regalos eran una metáfora de su amor por mí y que efectivamente ellxs los compraban y los ponían ahí en la mañana del 25, así como también eran ellos quienes se tomaban el jerez y se comían las galletas.

Mujeres al frente del debate, abriendo caminos hacia un diálogo más inclusivo y equitativo. Aquí, la diversidad de pensamiento y la representación equitativa en los distintos sectores, no son meros ideales; son el corazón de nuestra comunidad.