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Por Edmée Pardo

Las nubes cuentan historias. Sus formas y altura narran lo que sucede en los cielos. Las nubes altas, llamadas cirros, hablan de vientos fuertes en las alturas, anunciando cambios de presión que podrían derivar en tormentas o frentes fríos. Los cúmulos, de apariencia esponjosa o aborregada, dicen de la estabilidad y buen clima, pero también de la energía que se acumula en la atmósfera y que podría convertirse en tormenta si crecen lo suficiente. Los cumulonimbos, masas nubosas con bases oscuras y cúspides en forma de yunque, son testigos de la furia del cielo, gritarán tormentas eléctricas, lluvias intensas y la posibilidad de granizo o tornados. Las nubes estratos, que cubren el cielo con un manto gris, susurran sobre la humedad atrapada en las capas bajas de la atmósfera, anunciando días de neblina o llovizna constante.

La clasificación de las nubes como se conoce hoy tiene sus orígenes en el siglo XIX, aunque imagino que desde los tiempos de mamut ya algo se leía, aunque con otras palabras y que cada observante nombró según su entender a lo largo de la historia. Fue el meteorólogo y farmacéutico inglés Luke Howard el primero que presentó un sistema de clasificación basado en la forma y el comportamiento de las nubes inspirado en la taxonomía de Linneo (quien clasificó a los seres vivos según su jerarquía dependiendo al reino al que pertenecen) para establecer un código de referencia y comprensión. Su trabajo, titulado Essay on the Modification of Clouds, propuso términos latinos que se utilizan hoy en día, como cirrus, cumulus, stratus y nimbus. A finales del siglo XIX, el meteorólogo francés Émilien Renou amplió la clasificación con observaciones más detalladas sobre la transición entre los distintos tipos de nubes.

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