Por Farah Ayanegui
La primera vez que hice una pausa consciente para buscar bienestar, sentí que estaba perdiendo el control, cuando en realidad lo que más deseaba era recuperarlo. O al menos, sostener eso que yo llamaba ‘estar en pie’, lo que creía era mantenerme bajo control.
Me costó trabajo aceptar que mi mundo interior era un territorio difícil de habitar. Estar sin hacer nada me generaba ansiedad. Para mí, buscar trabajo ya era un trabajo, leer era parte de mi formación, incluso las novelas negras que tanto disfrutaba se volvían materia de análisis. Siempre sentía que debía estar produciendo o resolviendo algo, mi mente siempre ha sido lógica y analítica.
Crecí creyendo que hacer una pausa era igual a estar de floja. En casa, si me veían leyendo, decían “no estás haciendo nada” y se molestaban si no atendía lo que pedían, aunque mi mente estuviera sumergida en otra realidad, en esa película que se proyecta en la cabeza cuando uno se deja llevar por las letras. Desde siempre, mi atención profunda era vista como desinterés. Y, aun así, un día paré. No por elección consciente, sino porque el cuerpo ya no pudo más. Simplemente se apagó. No podía hablar, moverme ni siquiera pensar con claridad. Fue ahí cuando redescubrí la meditación, el ejercicio, la escritura y el grito en la almohada como una forma legítima de liberar tensión.
Incluso la ciencia hoy reconoce que hacer pausas conscientes puede reducir el nivel de cortisol —la hormona del estrés— en más de un 20 % si te das 15 minutos (HeartMath Institute, 2020). No sabía eso en ese momento. Solo sabía que necesitaba parar. Me di cuenta de que no hacer nada, a veces, es lo más valiente.
Acompañar la rutina con conciencia es un acto de cuidado profundo. Entender que pausar no es rendirse es una de las maneras de estar presente en nuestras vidas.
SUSCRÍBETE PARA LEER LA COLUMNA COMPLETA...