Por Farah Ayanegui*
“Pedir ayuda no te resta fuerza: te la devuelve.”
Como he contado anteriormente, crecí bajo una lógica tan simple como dura: resolver mis problemas era la única manera de conservar la libertad. En mi casa, equivocarse tenía consecuencias concretas. No era un tema de matices; era ganar o perder. Resolver o renunciar a lo que deseabas. Eso formó una convicción rígida: si yo no podía sola, entonces no podía.
Años después, sigo reconociendo esa voz interna que insiste en que debo cargarlo todo. A veces es un gesto pequeño —intentar abrir un frasco sin pedir apoyo— y otras es un silencio grande: postergar una petición que me haría la vida más ligera.
SUSCRÍBETE PARA LEER LA COLUMNA COMPLETA...
Mi esposo me lo recuerda con frecuencia: “pide ayuda”. Y en lo cotidiano ya lo hago, cada vez con más naturalidad. Pero cuando la necesidad toca lo profesional o lo emocional profundo, me tenso. Me cuestiono. Me pregunto si mostrar mi vulnerabilidad podría disminuir mi valía.
Lo paradójico es que, cuando sí pido ayuda, aparece algo que no esperaba: alivio. No un alivio total, pero sí uno que permite respirar. A mis amigos, a mi hermana y a mis hijos les he permitido sostenerme sin sentirlo como derrota. Con ellos, pedir ayuda no es perder fuerza: es compartir el peso.
Durante años he pensado que esa autosuficiencia extrema era una virtud. Pero una investigación de la Universidad de Stanford ha demostrado que quienes piden ayuda no son percibidos como menos capaces; al contrario, suelen ser vistos como más competentes y colaborativos.
La idea de que pedir apoyo es sinónimo de incapacidad es un mito profundamente arraigado, sobre todo en mujeres que crecimos bajo expectativas rígidas de independencia.
También he contado mi interés en la neurociencia derivado de una crisis. Estudios publicados en el Journal of Personality and Social Psychology muestran que el apoyo social activa las mismas zonas cerebrales asociadas a la seguridad. Es decir, pedir ayuda no solo libera tensión, también le comunica al cuerpo que no está en peligro. La autosuficiencia absoluta —esa que muchos usamos como escudo— puede derivar en agotamiento emocional, ansiedad encubierta y una soledad silenciosa que cuesta reconocer.
Aprender a pedir ayuda implica reescribir la historia que te contaron sobre tu valor. Yo he tenido que recordarme que mi capacidad no se reduce por aceptar que alguien me acompañe. Que no soy menos fuerte por admitir un límite. Que la independencia no se sostiene cargándolo todo porque, a la larga, genera aislamiento.
Y también implica algo más profundo: confiar. No solo confiar en la persona a la que se lo pides, sino confiar en que sigues siendo tú, aunque no controles todo. Que no pierdes nada por abrir un espacio. Que no te define pedirlo, pero sí te modifica recibirlo.
Pedir ayuda es una decisión adulta: es reconocer que el cuerpo no puede con todo, que el corazón tampoco, y que lo humano se sostiene en relación. A veces no lo vemos porque crecimos creyendo que la vulnerabilidad era un riesgo; hoy la crianza nos ha enseñado que es un puente.
Si pudieras hacer una pausa y preguntarte: ¿qué pasaría si soltaras solo una cosa?, ¿qué pasaría si permitieras que alguien te sostuviera en algo que buscas controlar desde hace años? Tal vez descubras que, más que debilitarte, te fortalece.
*Farah Ayanegui es Terapeuta holística certificada en radiestesia con péndulo—, una técnica que detecta y armoniza desequilibrios energéticos a través de la vibración—, y quien acompaña, con sesiones de terapia holística, a todas las personas que se acercan buscando bienestar desde el autoconocimiento, la intuición y una mirada integral del cuidado personal.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.

Comments ()