Por Farah Ayanegui*
“Agradecer no es negar lo que dolió, es reconocer lo que nos sostuvo este año”.
Hubo momentos este año en los que todo parecía demasiado. Demasiado trabajo, demasiadas decisiones, demasiadas emociones juntas. Y, aun así, algo sí funcionó. No de forma espectacular ni perfecta, sino de la única manera que realmente ayuda: en lo simple.
Funcionó detenerme unos minutos al día para respirar y desconectarme, incluso cuando la agenda estaba llena. Respirar no para huir, sino para recordarme por qué hago lo que hago. Volver al cuerpo fue una forma de recuperar el orden.
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Me ayudó sentarme a contemplar mi jardín. Observar cómo la vida sucede sin pedir permiso: mariposas, abejas, avispas, lagartijas, pericos discutiendo entre ramas, abejorros y toda clase de insectos disfrutando su propio ritmo. Mirar ese movimiento me devolvió algo esencial: la certeza de que la vida sigue, incluso cuando yo me siento detenida.
Me contuvo mi familia. Me sostuvo de maneras inesperadas: escuchándome sin interrumpir, aconsejándome sin imponer, acompañándome con gestos simples que me recordaron que no estaba sola. Este año me sentí contenida, y eso también cuenta como un logro.
La señal de que estaba más consciente apareció cuando decidí ser más considerada conmigo misma y dejar de hacer más. Dejar de exigirme en todos los frentes, no por flojera, sino por respeto. Descubrí que, a veces, la vida responde mandando más justo cuando una decide hacer menos, porque estaba acostumbrada a que siempre pudieras con todo. Ahí entendí que poner límites me ayudó a reconocer mi propio crecimiento.
Esta situación no es solo una sensación subjetiva. A nivel global, investigaciones muestran que hasta un 9 % de madres y padres vive agotamiento parental crónico, y que en algunos contextos más de la mitad de las madres reportan síntomas de agotamiento asociados a las demandas y expectativas de la crianza.
Estos números nos ayudan a entender que no estamos solas en estas experiencias; que hay patrones que la ciencia apenas empieza a reconocer y nombrar, y que eso, en sí mismo, es un avance.
Lo que me acompañó en este proceso, incluso cuando todo parecía pesado, fue mantener la terapia, aun en los momentos en los que sentía que no avanzaba. Aprendí que sostener un espacio de escucha, aunque parezca estancado, también es caminar.
Este año me enseñó que agradecer no es negar lo que duele. Agradecer sin romantizar es aceptar la vida completa: lo que incomoda, lo que pesa y lo que sostiene. Es agradecer lo simple, todos los días, no solo aquello que nos hace felices. Cuando una agradece lo cotidiano, empieza a reconocer las bendiciones que siempre estuvieron ahí.
Mi ritual de cierre de año es sencillo. Me pregunto qué necesito sostener y qué debo soltar antes de cerrar el ciclo. A veces es un hábito; otras, cambiar la alimentación, una exigencia interna o simplemente caminar. Prepararme para el siguiente año no desde la presión, sino desde la conciencia.
Si algo quisiera que quien lea esta columna se lleve, es esto: aunque las cosas se pongan difíciles, todo pasa. Siempre pasa. Lo importante es encontrar el balance, volver a la respiración y recordar qué nos inspira a seguir. Incluso sin muchas ganas, seguir moviéndonos.
La luz no siempre llega como esperamos. A veces aparece en una palabra, una frase, una plática con un amigo, con la familia o incluso con un desconocido que confía en nosotros y, sin saberlo, nos muestra el camino.
Agradecer lo que sí funcionó no es cerrar perfecto. Es cerrar presente.
*Farah Ayanegui es Terapeuta holística certificada en radiestesia con péndulo—, una técnica que detecta y armoniza desequilibrios energéticos a través de la vibración—, y quien acompaña, con sesiones de terapia holística, a todas las personas que se acercan buscando bienestar desde el autoconocimiento, la intuición y una mirada integral del cuidado personal.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.

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