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Por Gabriela Gorab*

En la nueva versión de Frankenstein dirigida por Guillermo del Toro, el horror cede su lugar a lo humano. El director reimagina el mito de Mary Shelley no como una advertencia contra la ciencia, sino como una parábola sobre la culpa, la aceptación y el perdón.

 Lo que en el siglo XIX fue una metáfora del miedo a la creación se convierte aquí en un espejo íntimo del alma dividida.

Las críticas internacionales coinciden en este giro. En The Tribune se lee que Guillermo del Toro ofrece una lectura humanista, centrada en “la emoción, la compasión y el perdón por encima del castigo”. Y Livemint describe su visión como “una poesía visual sobre la necesidad de ser visto”. En efecto, esta película no busca asustar, sino conmover; no castigar al monstruo, sino redimir al creador. A esto se suma la lectura de Vulture, donde Ebiri afirma que es Jacob Elordi —quien encarna a la criatura— “el alma” de la película: solo cuando su personaje cobra voz, cuando despierta en sus ojos la curiosidad, el dolor y la exigencia de mirada, la historia adquiere auténtica profundidad y deja de ser un mero desfile de símbolos visuales.

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El espejo del yo

La historia sigue siendo la misma: Víctor Frankenstein, movido por la ambición y el miedo a la muerte, da vida a una criatura ensamblada con restos humanos. Pero en esta versión, Víctor no es solo un científico loco: es un hombre roto que proyecta en su creación sus propias heridas. La criatura, por su parte, no es una aberración, sino el reflejo emocional de su creador, el yo negado que pide reconocimiento.

En términos psicológicos, ambos representan la dualidad del ser: razón y emoción, orgullo y vulnerabilidad, rechazo y deseo de pertenencia. La criatura es la sombra junguiana de Víctor —todo aquello que teme y reprime de sí mismo—. Cuando la rechaza, se rechaza a sí; cuando la destruye, se destruye.

La cruz y Medusa: los símbolos del ego y la redención

En una de las escenas más simbólicas, Víctor levanta a su criatura sobre una cruz. El gesto, que recuerda a la crucifixión, invierte el sentido cristiano del sacrificio: no es un acto de redención, sino de soberbia. Frankenstein quiere ser Dios, pero termina siendo su propio verdugo. Es el creador que crucifica su creación; el hombre que reniega de su parte más humana.

Frente a él, una figura que evoca a Medusa parece observarlo. Su presencia es el contrapunto mitológico: la mirada que petrifica, el horror de verse reflejado en lo monstruoso. En esa tensión entre cruz y Medusa —entre redención y castigo— la película encuentra su centro moral: la imposibilidad de escapar de uno mismo.Solo el perdón, no la venganza, puede romper ese ciclo.

El vínculo, la herida y el perdón

El corazón de esta historia no está en el laboratorio, sino en la relación entre el creador y su criatura, un vínculo de padre e hijo, de amo y siervo, de ego y sombra. Lo que ambos buscan no es poder, sino aceptación. La criatura no desea venganza, sino amor; no exige castigo, sino mirada. Pero el rechazo repetido convierte la inocencia en resentimiento.

Aquí aparece el tema del perdón, no como un gesto moral, sino como un acto de integración. Perdonar no significa olvidar, sino reconocer la herida y aceptarla. Cuando la criatura perdona a su creador —y cuando Víctor, al final, comprende que su monstruo es él mismo—, el perdón se vuelve la única salida posible del laberinto del yo.Del Toro filma ese instante como una revelación: la humanidad no se mide por la perfección, sino por la capacidad de reconciliarse con lo imperfecto.

La aceptación como redención

El perdón en Frankenstein es, finalmente, una forma de autoaceptación. La criatura encarna lo que todos llevamos dentro: lo rechazado, lo inacabado, lo que asusta porque nos refleja. Aceptarlo es aceptar nuestra propia sombra. Del Toro transforma el horror en compasión, la tragedia en ternura. Su Frankenstein no destruye al monstruo; lo mira con amor.

El perdón cierra el círculo del yo: solo quien acepta su culpa puede reconciliarse con su creación, con su historia y consigo mismo. Por eso, la película trasciende el mito gótico y se vuelve una meditación sobre la empatía y la responsabilidad emocional. No es el fuego lo que purifica al monstruo, sino la mirada que, por fin, lo reconoce.

Mirar al monstruo, perdonarse

Guillermo del Toro nos invita a mirar lo que no queremos ver: nuestra propia criatura interior, esa suma de errores, miedos y deseos que solemos negar. En el fondo, todos somos Frankenstein, y todos somos su monstruo. Y tal vez la verdadera creación no sea dar vida, sino aprender a vivir con lo que hemos creado —con lo que somos—.

El perdón, entonces, se revela como el acto más revolucionario: mirar al monstruo sin miedo, abrazar la herida, y reconocer que incluso en lo que rechazamos late una posibilidad de amor.

Y como recordatorio final, del Toro elige cerrar su película con un verso de Lord Byron:

“El corazón se romperá, pero roto seguirá viviendo.”

El cineasta eligió esta frase en lugar de una cita de Mary Shelley porque resume el espíritu de su película: la idea de que, incluso roto, el corazón humano sigue latiendo, sigue amando y sigue buscando redención.

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*Gabriela Andrade Gorab es Licenciada en Artes por Bond University, Australia, y cuenta con estudios internacionales en psicología, arte, desarrollo social y humano , emprendimiento, por instituciones como Harvard, MIT, UQ, y el MoMA. Es socia de El Lion que Ruge Films, una productora cinematográfica independiente con más de 20 años de experiencia en México y el extranjero; curadora cofundadora de Artists' Container, donde impulsa y gestiona artistas plásticos. Además, colabora en medios abordando temas de arte, cultura e innovación.

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@GabrielaGorab

Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.


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