Por Graciela Rock
En medio de las múltiples noticias que se encuentran en la conversación pública actual —el gasto ostentoso de los familiares del ex presidente, el nombramiento de un denunciado como agresor sexual como representante del Órgano de Administración Judicial, el racismo de la gobernadora de Campeche— destaca una que, quizá por su aire de chisme de farándula, ha provocado un debate inesperado: el nombramiento de Genaro Lozano como embajador de México en Italia.
Ignoro si Lozano, un comunicador brillante y capaz, aunque a veces grandilocuente y de un oficialismo decepcionante en los últimos años, será un buen representante diplomático. Lo cierto es que no inaugura la tradición de personajes provenientes del periodismo y la cultura que saltan a la diplomacia, ya sea por méritos propios o por cercanía con el poder. Octavio Paz, Carlos Fuentes y Rosario Castellanos representaron a México en India, Francia e Israel respectivamente durante las décadas de 1960 y 1970; Sergio Pitol lo hizo en Checoslovaquia a mediados de los años ochenta. Tampoco será el único “nombramiento político” en la red de embajadas y consulados; la lista es amplia y su nombre no está entre los más preocupantes.
Las representaciones de México en el exterior funcionan como pequeños reinos donde los titulares ejercen un poder casi absoluto, sin mecanismos efectivos que lo contengan. Acoso, violencia, irregularidades y excesos abundan en los expedientes del Órgano Interno de Control de la Cancillería. No son males exclusivos de los nombramientos políticos, pero existen dos factores que suelen convertirlos en un foco de tensión.
El primero es la histórica desconfianza entre los funcionarios políticos y los miembros de carrera del Servicio Exterior Mexicano (SEM). En mis breves pero largos años como “artículo 7” —nombramiento político— en los consulados de Barcelona y Nueva York, así como en la misión de México ante la OEA, trabajé con seis titulares: dos políticos y cuatro de carrera. Cuatro de ellos podrían catalogarse como “jefes de terror”. Todos obligaban a definirse: o tu lealtad estaba con los políticos o con los diplomáticos. Esa adscripción determinaba tu acceso a la información necesaria, el respeto a tus derechos laborales, el trato recibido y las posibilidades de colaboración con colegas. Un titular político que desconoce las dinámicas del SEM, o que coloca sus inseguridades por encima de las necesidades institucionales, termina —consciente o no— generando un ambiente tóxico que convierte la representación en un pequeño infierno. Los titulares de carrera también lo hacen, pero de otras maneras.
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