Por Graciela Rock
“Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. La frase atribuida a Fredric Jameson, y popularizada por Mark Fisher, se vuelve cada vez más certera frente a la cantidad de ficciones distópicas contemporáneas. Aunque el mundo colapse, parece que el orden capitalista sigue ahí, agazapado entre escombros. Las ruinas no nos liberan: nos confinan a versiones aún más extremas de lo que ya conocemos.
En la serie The Last of Us, tras el apocalipsis zombi que colapsa la civilización, la comunidad de Jackson —un enclave que se supone progresista— sigue organizada en torno a la propiedad privada. En una de las escenas del inicio de la segunda temporada, presenciamos un intercambio entre Maria Miller y Joel sobre la necesidad de “construir más rápido”, pues no hay vivienda suficiente para los refugiados que llegan; Joel opina que, si no hay dónde hospedarlos, quizá no deben entrar más personas a la comunidad. Pero las siguientes escenas muestran que hay casas amplias subutilizadas: el propio Joel vive solo en una casa y Ellie, la adolescente con quien convive, se ha mudado a un departamento en el garage. Sin embargo, nadie cuestiona el modelo habitacional individualista. El problema que plantean es la “escasez”, no la desigualdad. Incluso en el colapso, se conserva intacto el sueño burgués de la casa unifamiliar.
El apocalipsis como escenario conservador
Esta narrativa no es inocente, sino profundamente ideológica. Narrativas como The Last of Us o El cuento de la criada representan la crisis como una amenaza externa a un orden que merece ser restaurado. Estas historias distópicas participan de lo llamado “ciencia ficción capitalista”: futuros donde nada cambia en lo esencial. Más pantallas, menos derechos, mismo sistema. El colapso no habilita la imaginación, la restringe.
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