Un laberinto de esperanza y desesperación

Los segundos se convierten en horas y cada tic-tac resuena como un recordatorio de la bolita que descubrí apenas hace una semana.

Un laberinto de esperanza y desesperación
Zoe

Por Zoe
audio-thumbnail
🎧 Audiocolumna
0:00
/226.872

El reloj parece avanzar a un ritmo implacable mientras aguardo en la sala de espera del hospital. Los segundos se convierten en horas y cada tic-tac resuena como un recordatorio de la bolita que descubrí apenas hace una semana, no había citas antes, los días tan largos que no tienen fin. A mi alrededor, la gente se sumerge en revistas y teléfonos móviles, buscando evadir la realidad de ese lugar de pasillos blancos y olor a desinfectante. Pero yo no puedo distraerme. Mis pensamientos revolotean sin cesar, como pájaros enjaulados.

A pesar del murmullo constante de las conversaciones y del sonido de los zapatos en el piso encerado, hay un silencio subyacente. Todos aquí cargamos con nuestras propias historias, nuestros propios temores, escondidos detrás de sonrisas nerviosas y miradas que evitan cruzarse. Buenos días. ¿Qué tienen de buenos? Nos estaríamos encontrando en otro lugar si así fuera. Esto es como la antesala de un juicio en el que suplicas no te encuentren culpable.

De repente, una enfermera llama mi nombre. El sonido me sacó bruscamente de mis reflexiones y, por un instante, el miedo y la ansiedad se transforman en acción. Me levanto con decisión, pero mis piernas flaquean ligeramente, como si el peso de la incertidumbre me doblegara.

La enfermera me guía a través de un laberinto de pasillos. Cada puerta que cruzamos parece esconder historias similares a la mía, rostros marcados por la espera y la inquietud. Finalmente, llegamos a una habitación donde se lleva a cabo el ultrasonido. El aparato, con su aspecto frío y metálico, parece amenazador. Pero respiro hondo y me recuesto, esperando que las imágenes que revele sean benignas.

El especialista aplica un gel frío en mi pecho y comienza el examen. Cada movimiento del transductor, cada pausa, cada mirada concentrada del médico, me hace temer lo peor. Trato de adivinar qué hay en sus pausas, sus notas, sus dudas, las capturas de pantalla, las medidas y las anotaciones. Pero también me aferro a la esperanza. A veces, la mente juega trucos, y lo que creemos que es una amenaza resulta ser una simple sombra.

Una vez finalizado, me siento en la orilla de la camilla, abrazando mis rodillas. El médico, con expresión serena, se toma un momento antes de hablar. Las palabras que pronuncia, a pesar de ser técnicas y médicas, me golpean como una ola. Tres bolitas, no solo una. Las emociones se agolpan en mi garganta, y aunque trato de asimilar la información, la realidad parece escurrirse entre mis dedos. No es un diagnóstico, es una descripción, falta otro médico, otra ventanilla, otra espera para la siguiente cita, otra eternidad de una vida que parece estrecharse.

De vuelta en casa, intento distraerme con actividades cotidianas. Pero cada objeto, cada rincón, me recuerda que la vida tal como la conocía ha cambiado. Hoy todo se ve finito. Quizá esa puerta vencida resista más que yo. 

La noche llega y, con ella, un silencio palpable. Me acuesto en mi cama, mirando el techo oscuro, buscando respuestas en la penumbra. Las horas pasan, pero el sueño no llega. Debo hablar con alguien, ¿pero qué decir si tengo más miedo que diagnóstico?  Sin embargo, en medio de la oscuridad, una certeza se asienta en mi corazón: sea cual sea el resultado, enfrentaré esto con valentía, determinación y, sobre todo, esperanza. Yo no quiero ser fuerte, quiero solo ser la que era hace una semana.


Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.