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Por Jimena de Gortari Ludlow 

En México la sordera sigue siendo un territorio de exclusión y resistencia. Más de 2.4 millones de personas viven con algún grado de pérdida auditiva y, de ellas, cientos de miles se comunican en Lengua de Señas Mexicana, reconocida oficialmente desde 2005 como lengua nacional. Pero ese reconocimiento legal convive con realidades muy distintas: aulas sin intérpretes, noticieros que no traducen, campañas públicas ininteligibles y empleos que nunca llegan porque los prejuicios pesan más que los derechos. A la sordera se le sigue mirando desde lo médico y no desde lo cultural, como si lo único que importara fueran los aparatos auditivos, los implantes cocleares o las cirugías, cuando lo que la comunidad sorda reclama es el derecho a la lengua y al reconocimiento de su cultura. 

Conviene recordar que no existe una sola forma de sordera. Hay personas con sordera conductiva, aquella en la que los sonidos no logran viajar desde el oído externo al interno y que, en ocasiones, puede revertirse con tratamiento. Está la sordera sensorioneural, la más común y generalmente irreversible, provocada por daño en el oído interno o en el nervio auditivo. Existe también la sordera mixta, una combinación de ambas, y trastornos como la neuropatía auditiva, en la que el sonido llega pero no logra organizarse en el cerebro. A ello se suman matices que atraviesan la experiencia de cada persona: si la sordera fue congénita o adquirida, si ocurrió antes o después del lenguaje, si afecta a un oído o a los dos, si progresa con los años o se mantiene estable. Este abanico no es un tecnicismo médico: son vidas concretas que enfrentan retos distintos, infancias que requieren atención temprana, jóvenes que batallan por estudiar en su lengua y adultos que cargan con la indiferencia de instituciones incapaces de adaptarse.

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