Por Jimena de Gortari Ludlow
Es sábado, temprano, y una plaza ya retumba con la prueba de sonido de un evento público organizado por la autoridad. Un “uno, dos, probando” atraviesa las cortinas y las calles aún medio dormidas. No hay público, pero el poder ya suena. El acto todavía no empieza, pero el espacio está ocupado: las bocinas marcan territorio antes que la palabra. El sonido, otra vez, se adelanta al discurso. Más tarde, una patrulla intenta abrirse paso en el tráfico. Enciende la sirena, la apaga, toca el claxon con furia. No hay emergencia; hay prisa y abuso. Y, de pronto, el rugido de una moto irrumpe y se aleja dejando una estela de ruido que se queda vibrando en el cuerpo. Distintas escenas, un mismo gesto.
El ruido como señal de autoridad, como extensión del cuerpo que se impone sobre los demás. Un mismo principio atraviesa la plaza, la avenida y la esquina: quien hace más ruido, gana. El poder se mide en decibeles. El sonido se usa para marcar presencia, para interrumpir el descanso, para hacerse oír incluso cuando no hay nada que decir. Así opera la ciudad: un territorio donde los decibeles sustituyen los argumentos y la estridencia ocupa el lugar del cuidado.
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