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Por Jimena de Gortari Ludlow

En 2022, América Latina y el Caribe tenían 88.6 millones de personas de 60 años o más. Eso equivale al 13.4 % de su población. Para 2050, seremos – habré cumplido 75 años - una de cada cuatro personas. En México, la transición será igual de acelerada: de ocho personas en edad productiva por cada persona mayor en el año 2000, pasaremos a apenas 2.5 para 2050. Estos datos —provenientes del Fondo de Población de las Naciones Unidas y la CEPAL— no son solo proyecciones demográficas: son una advertencia política. Si no transformamos nuestras ciudades, si no cambiamos su ritmo, su infraestructura y su sensibilidad, simplemente no estarán preparadas para envejecer.

Y no se trata solo de rampas o pensiones. Se trata también de un derecho mucho más invisible: el de vivir en un ambiente sonoro saludable. Porque el ruido —ese contaminante omnipresente y subestimado— tiene impactos específicos y profundos en las personas mayores.

La Organización Mundial de la Salud (OMS) ha advertido que el ruido ambiental por encima de 55 decibeles puede provocar efectos adversos en la salud. Por la noche, el umbral debería estar por debajo de 40 dB para garantizar el descanso. Sin embargo, en la mayoría de las ciudades latinoamericanas, los niveles superan sistemáticamente esos rangos, tanto por tráfico como por obras, transporte público, comercio informal o altavoces callejeros. Y el problema no es solo fisiológico.

“El ruido nunca baja. Duermo poco y mal. Camino despacio, y los autos pitan sin cesar. A veces me asusto, me siento perdida... la ciudad no me consideró cuando la planearon”. 

Este testimonio revela lo esencial: el ruido desorienta, genera miedo, limita la movilidad y la autonomía. Para una persona mayor, no poder dormir no solo es molesto, es un riesgo. No escuchar bien el entorno puede traducirse en accidentes. No poder distinguir una conversación o un semáforo acústico puede representar un aislamiento más profundo. Las ciudades no fueron hechas para ellas. Ni en volumen, ni en velocidad, ni en empatía.

Pero hay algo más sutil: el ruido también es simbólico. El exceso de sonido producido por otros —por motores, altavoces, maquinaria— termina silenciando las voces de quienes ya son socialmente invisibilizados. No se escucha lo que dicen, lo que necesitan ni cómo viven el espacio público. Hay una exclusión auditiva que refleja una exclusión política.

¿Dónde están, por ejemplo, las zonas tranquilas pensadas para personas mayores? ¿En qué plan urbano se consulta a este sector para saber qué sonidos las incomodan o qué ruidos las hacen sentir en peligro? ¿Cuántos parques o calles cuentan con equipamiento acústico pasivo que reduzca el impacto sonoro?

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