Por Jimena de Gortari Ludlow
¿Alguna vez le han preguntado a sus personas mayores si se han caído? No metafóricamente, no en sentido figurado. ¿Si se han caído de verdad? ¿Si se tropezaron en una calle mal hecha, si perdieron el equilibrio en casa, si trastabillaron en el transporte público? Y si lo hicieron, ¿alguien les ayudó? ¿Alguien les escuchó, les sostuvo, les acompañó después?
Si nunca nos lo contaron, ¿nos hemos preguntado por qué? ¿Por qué muchas veces las personas mayores callan esos episodios? ¿Porque les avergüenza? ¿Porque temen que sea una señal de que ya no pueden valerse por sí mismas? ¿Porque creen que no vale la pena contarlo, que no es importante, que nadie querrá escuchar?
No dejo de pensar en cómo es llegar a esa etapa de la vida en la que el cuerpo ya no responde como antes. Donde las fuerzas menguan, los reflejos se vuelven lentos, el equilibrio tambalea. Donde la ciudad, el entorno, los espacios antes conocidos se tornan hostiles. Unas escaleras que antes no importaban ahora representan un riesgo. Una banqueta sin rampa es una barrera. Un semáforo que cambia en cinco segundos es un obstáculo insalvable.
Me pregunto también si ese deterioro es gradual, si la pérdida se va notando poco a poco. Si hay un día en que una persona se da cuenta de que ya no puede cargar lo que antes cargaba. Que ya no puede subir un escalón sin apoyarse. Que el cuerpo ha cambiado, que las distancias que antes eran cotidianas ahora parecen inalcanzables.
¿Y nos habituamos a eso? ¿Nos entrenamos para envejecer como nos entrenamos para la vida? ¿Se aprende a cargar con la lentitud, con la fragilidad, con la invisibilidad?
Porque eso es también lo que ocurre: a muchas personas mayores la ciudad las vuelve invisibles. O peor aún, las vuelve molestas. Personas que caminan despacio, que se detienen en la fila del supermercado, que ocupan una silla más en el transporte, que “estorban” el ritmo de una sociedad que corre, que vive con prisa, que no tolera la pausa. La vejez en nuestras ciudades muchas veces se vive como un estorbo.
Y sin embargo, envejecer es lo más común que existe. Lo más universal. Si hay algo que nos iguala es la posibilidad de llegar a la vejez. Y aun así, no hablamos de ello. No lo planificamos. No lo abrazamos. ¿Dónde están nuestras políticas urbanas para el envejecimiento? ¿Dónde está la infraestructura pensada para cuerpos diversos, para quienes ya no pueden moverse como antes?
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