Document
Por Laura Carrera

En México, la figura del policía carga con un estigma que parece no tener fin. Es visto con desconfianza, con enojo y a veces -y me duele decirlo-, con desprecio. Lo sabemos todos: no goza del respeto de la ciudadanía. Se le maltrata, se le ignora, se le exige, pero casi nunca se le reconoce. Para muchos, no es autoridad y apenas si es un uniforme sin rostro. Y en esa paradoja vivimos: queremos seguridad, pero despreciamos a quienes la encarnan. 

Es cierto, no todo es blanco y negro. Existe corrupción. Hay policías que participan en prácticas indebidas: “recoger dinero en la calle” o “morder” como coloquialmente se dice, para cubrir gastos que, en ocasiones, el propio gobierno no quiere asumir de manera transparente. Ese dinero en efectivo circula, paga favores, arregla “extraordinarios”. Cuando los jefes los envían a esas misiones, los policías sienten que tienen permiso, que están protegidos. Y entonces, con frecuencia, se vuelven prepotentes. El uniforme se convierte en escudo y en poder.

Pero esa no es toda la historia. Lo que rara vez se cuenta es el reverso humano de esa realidad: el miedo cotidiano de salir a trabajar sin certeza de regresar con vida. En los últimos 7 años casi 2800 (Causa en Común, A.C.) policías han sido asesinados en el país. Pocas profesiones cargan semejante riesgo y tan poca valoración. El enojo, la frustración, la angustia, la tristeza y el estrés crónico forman parte de su día a día. Y aún así, entre sombras, también aparece la alegría: la risa compartida en un turno, la complicidad de un compañero, la satisfacción de haber evitado un delito o de ayudar a alguien en medio del caos.

Recientemente, al participar en el séptimo “Congreso Internacional de Seguridad y Proximidad Social” organizado por el municipio de Nezahualcóyotl, revisé los documentos rectores que guían el quehacer policial en México: la nueva Ley de Seguridad, el Modelo Nacional de Policía y Justicia Cívica, el Plan Rector de Profesionalización y los programas que de ahí derivan. Y encontré algo inquietante: en ninguno de ellos el bienestar emocional del policía aparece como un eje central. Se habla de capacitaciones, de justicia cívica, de protocolos, de tácticas y de resultados esperados. Pero casi nada del ser humano que viste el uniforme. 

Es como si el policía fuera un robot al que se le entrena para obedecer, cumplir y resistir. Como si la mente y el corazón pudieran apagarse al iniciar el turno. Como si sentir fuera una debilidad incompatible con la seguridad. Nada más lejano a la realidad.

 Un policía con miedo, con estrés acumulado, con resentimiento hacia sus jefes o con la percepción de que la ciudadanía lo desprecia, no puede dar su mejor desempeño. Y no porque no quiera, sino porque su cerebro, su cuerpo y su corazón están sometidos a un desgaste brutal. La neurociencia es clara: el estrés crónico reduce la capacidad de atención, deteriora la memoria, nubla la toma de decisiones y aumenta la impulsividad. Exactamente lo contrario de lo que se requiere mantener la calma en una persecución, desactivar un conflicto vecinal o enfrentar una situación de riesgo.

SUSCRÍBETE PARA LEER LA COLUMNA COMPLETA...

Mujeres al frente del debate, abriendo caminos hacia un diálogo más inclusivo y equitativo. Aquí, la diversidad de pensamiento y la representación equitativa en los distintos sectores, no son meros ideales; son el corazón de nuestra comunidad.