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Por Leticia González Montes de Oca
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Supongo que no todo mundo tiene presente en qué momento se le dijo que en la vida se debían tener límites claros y no sobrepasarlos. Dejando fuera a quienes nunca recibieron esos lineamientos, para la mayoría debe haber sido un proceso gradual, no determinado a un momento en particular. Para mí, en cambio, además del mensaje y el ejemplo siempre presentes, existe el recuerdo de la tarde en que se me transmitió con indudable claridad.

La lectura de mi madre y la apacibilidad que la acompañaba fueron interrumpidas por un leve ruido que venía del techo, un golpeteo rítmico, casi alegre: tap tap tap, tap tap tap… Se acercaba y se alejaba: tap tap tap…

Alzó la vista hacia el tirol blanco, cerró el libro con el dedo aún entre las páginas y, sin pensarlo, salió disparada de su recámara.

Yo, con mis cuatro años, había descubierto las posibilidades que abría la escalera serpenteante del patio trasero y, al final de ellas, el paraíso no explorado, el mundo desconocido y ahora revelado de la azotea, tan alto en mi percepción infantil, que dejaba muy lejos el ya muy conocido suelo, y me ponía más cerca de las blancas y mágicas nubes.

Un territorio plano y luminoso donde el viento olía a libertad, desde donde todo se veía distinto y uno podía creerse medio dueño del cielo que, de pronto, parecía estar al alcance de la mano. Corría de un extremo al otro con esa velocidad y confianza de los locos bajitos que todavía ignoran el concepto de peligro y la permanente, acechante, cercanía de la muerte.

De pronto, del hueco de la escalerilla emergió el rostro de mi madre. Sonreía con una calma que inspiraba confianza.

Hola, me dijo. Vengo a jugar. Pero antes, añadió tranquilamente, quiero mostrarte algo que dejé allá abajo.

Me tomó de la mano y bajamos juntas las dos vueltas de aquella escalera de hierro forjado. Cantábamos algo, no sé qué. Al llegar a tierra firme, me colocó frente a ella y me miró con una gravedad inesperada:

—Sabías que estaba prohibido subir a la azotea -dijo-. Es muy peligroso lo que hiciste. Yo te tengo que cuidar y necesito asegurarme de que no lo volverás a intentar.

Se sentó en el segundo escalón, me colocó sobre sus piernas, y con la solemnidad de un juez, con la fuerza justamente necesaria, aplicó tres golpes con una pala de madera de la cocina, que seguramente provocó más ruido que dolor. El sonido seco marcó el instante en que terminé de ser inocente y comencé a ser consciente. Mis hermanos harán broma para siempre diciendo que cuando era niña me porté tan mal, que me pegaron con una pala.

No recuerdo el llanto, sino la certeza de haber cruzado un umbral invisible.

Yo, que había querido conquistar el cielo, entendí que los paraísos tenían reglas.

Hoy los expertos y la nueva generación condenarían la acción. Dirían que mi madre debió explicarme nuevamente los riesgos, canalizar mi instinto explorador, quizá llevarme a terapia para entender el origen de mi incipiente rebeldía, sobre todo si reincidía. Pero en aquellos años nadie pronunciaba “crianza respetuosa”, “educación emocional” o “contención afectuosa”. Los padres no temían ser padres, mucho menos si aplicaban lo que en conciencia consideraban la mejor forma de ejercer su deber. Se nos educaba con la palabra, con la mirada; y, si eso no bastaba, con la chancla, el cinto, la mano -o lo que hubiera a mano-. Y crecíamos así, entre límites duros, pero claros. Cada quién dirá si con o sin traumas, habrá quien no necesite siquiera preguntárselo, pero sobrevivimos. Y aprendimos. Estábamos hechos de algo distinto al cristal.

Nunca más subí a la azotea. Tal vez por eso hoy puedo contarlo.

Pienso en aquella escena cada vez que leo las noticias. Un niño que dispara a su madre porque le quitó el celular. Adolescentes que insultan a sus padres en los centros comerciales. Niños que negocian cada orden como si obedecer fuera una pérdida grave de la dignidad, y que perdieron, junto con el miedo, el respeto. Y adultos agotados que piden perdón por poner límites, que confunden amor con rendición, respeto con renuncia, firmeza con violencia. 

 ¿Qué deberían hacer los papás de hoy? No tengo idea. O sí, en general, pero no pretendería saber más que cada uno cómo le corresponde ejercer su papel. 

Cierro los ojos y veo de nuevo a mi madre subir las escaleras, su sombra recortada contra el cielo. No recuerdo el momento como uno de agresión, sino de formación. Terminado el episodio ella volvería a su lectura, serena, con el orden de la casa restablecido, mientras que, en algún lugar del techo y de su corazón, todavía temblaba, como una nota suspendida en el aire, pero cada vez con menos fuerza, el eco lejano de aquel tap tap tap...


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