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Por María Alatriste

No, no se ve bien. Y no lo digo yo, lo dice la evidencia. Cuando una mujer pone sobre la mesa la desigualdad de género, automáticamente es percibida como problemática. Se le ve como alguien conflictiva, alguien poco confiable. La reacción no es solo masculina. Otras mujeres también suelen tomar distancia. Al parecer, señalar las reglas del juego incomoda tanto a quienes las hicieron como a quienes aprendieron a jugar bajo ellas.

No debería sorprendernos. Todo aquello que el sistema no puede domesticar, lo desacredita o lo evade. Hemos construido sociedades que se sienten amenazadas ante la mujer que habla de sus necesidades de forma directa. Nos enseñaron a disfrazar la incomodidad, a suavizar el tono, a no hacer demasiado ruido. Y por mucho tiempo (lo confieso) yo también pensé que hablar de género era una prioridad más pasiva. Que bastaba con hacerlo sin exagerar, sin insistir demasiado.

Pero las cosas que viví y las historias que escuché me hicieron cambiar de idea. Porque una cosa es creer que la igualdad “ya está resuelta” y otra muy distinta es abrir los ojos y ver las estadísticas, las brechas, las renuncias obligadas, los silencios impuestos. Y ver el costo que pagamos las mujeres que deciden no callarse.

Los estudios lo confirman. Las mujeres que hablan de desigualdad de género suelen ser vistas con desconfianza. Los hombres tienden a minimizar la importancia de sus palabras o a verlas como una amenaza. Pero lo más inquietante es que también muchas mujeres, sobre todo aquellas que no se identifican como feministas las juzgan con dureza. Las consideran exageradas o radicales. Las penalizan simplemente por hablar.

Eso explica tantas cosas. Por qué en tantos espacios se prefiere hablar de “diversidad” o “inclusión” sin nombrar la desigualdad de género. Por qué tantas mujeres eligen callar para no ser vistas como una amenaza. Por qué, incluso entre nosotras, a veces evitamos respaldar a quien se atreve a decir lo que todas pensamos.

Parece brutal, pero es real. Y si hablo de esto no es porque quiera ser la aguafiestas de la conversación. Lo hago porque también caí en la trampa. También pensé que era mejor adaptarse, ser “la buena onda”, no ser “la intensa”. Hasta que entendí que esa estrategia solo sostiene el silencio que nos mantiene en desventaja.

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